Hace algunos años, no recuerdo cuantos, el Presidente del Tribunal Superior de Zacatecas invitaba a los jueces del Estado a la capital, cada fin de mes, para escuchar pláticas, conferencias —diría— de maestros de derecho.
Las pláticas se daban en el auditorio del Tribunal, —pequeño sí—, porque los jueces de los municipios zacatecanos no eran más de treinta. El auditorio, en un antiguo palacio, contaba con una majestuosa mesa de “palo de rosa”, madera en verdad preciosa. La mesa con seis, tal vez ocho sillas, también de esa madera, grandes, con águilas grabadas, talladas en esa madera. A tal grado eran formidables que para moverlas necesitaba uno hacer un esfuerzo por el peso de las sillas. Me contaron que eran de la época del Imperio.
Pues bien, alguna vez me tocó impartir una conferencia sobre algún tema de Amparo. Terminando casi, conté las razones que llevan a los jueces federales a no molestar a los abogados litigantes. Recibí —no me da pena decirlo—, muchos aplausos. Subí entonces a la mesa mi portafolio que tenía terminados de metal. Eso preocupó al Presidente del Tribunal que con mucho tacto, pasó la mano por la mesa para advertir si se había rayado. Afortunadamente no sufrió daño alguno. Metí mis papeles y libros en el portafolio y procedí a caminar rumbo a la salida, acompañado del señor Presidente.
Debo decir que en el curso de mi plática, comenté que los jueces no molestan a los abogados litigantes y para razonar esto, narré una historia muy conocida, en los siguientes términos:
“Naufragó un buque de pasajeros en alta mar. Los vientos que azotaron al navío levantaron olas muy grandes. Solamente se salvaron dos abogados y un sacerdote, que gracias a Dios, lograron abordar un pequeño salvavidas. Durante dos días capotearon el mar embravecido y, al tercer día, se presentó una calma. El mar parecía una balsa de aceite, pero el sol castigaba a los náufragos de manera inmisericorde, el hambre y la sed eran un continuo recordatorio de su frágil humanidad. Pero, descubrieron cerca, cada vez mas cerca a donde los llevaba la corriente marina, una isla llena de verdor, se veían en ella palmeras y una hermosa cascada, como aparece en la isla de la fantasía. Sin embargo, para su desgracia, entre ellos y la isla, no obstante quedar a unos doscientos metros, pululaban los tiburones, observaron las aletas que los rodeaban ¡Tan cerca y tan lejos de la salvación!
Uno de los abogados no pudo soportar más y se tiró al mar nadando con desesperación. El otro abogado y el sacerdote se incorporaron esperando que los tiburones dejaran pedazos del abogado. Pero, no sucedió nada, los gigantescos escualos se abrieron para dejar pasar al señor licenciado. El sacerdote de rodillas juntó sus manos y dijo: ¡Gracias Dios mío! ¡Gracias por tu intervención!
El otro abogado le dijo: —no padre, aquí no tuvo que ver Dios en lo absoluto, en este momento acabamos de ser testigos de la cortesía profesional entre tiburones y litigantes—."
Rumbo a la puerta, ya desocupado el salón, estaba parado un abogado ya entrado en años. Para poder pasar le dije: —con su permiso señor licenciado— Caballeroso se hizo a un lado, le agradecí y me contestó: —no me agradezca nada, lo que acabo de hacer no es otra cosa que ¡cortesía profesional!— Me hizo mucha gracia y nos fuimos los dos con el Presidente del Tribunal a su despacho en que nos invitó un tequila que le había llegado de Jalisco.
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