Una de las pretensiones más importantes de la modernidad es la construcción de los individuos a partir de lo establecido en normas jurídicas generales. Este afán es prácticamente totalizador. Busca que el estatus de cada cual en prácticamente cualquier actividad humana esté previsto por el derecho. Nuestra condición de pareja, padre, hijo, empleado, nacionalidad, propiedad, salud, etcétera, está previsto en normas jurídicas sin que podamos escapar a ello.
Con todo, esta aproximación es parcial. El derecho no opera como un orden natural que nos determine sin más y para siempre. Es una construcción humana realizada mediante el complicadísimo intercambio de conductas humanas. Nadie nació empleado. Ello se adquiere mediante un contrato laboral. La calidad de padre se obtiene a partir de un registro que puede ser controvertido y tal vez anulado. La abstracta conceptualización del estatus de cada persona, sólo a partir de lo que disponen las normas generales, debe ser precisada a partir de actos concretos de muy diverso tipo (contratos, sentencias, testamentos,
etcétera).
¿Qué pasa, sin embargo, cuando, con independencia de lo que las normas generales dispongan, las personas no pueden participar en los procesos jurídicos necesarios para que su situación concreta sea reconocida, tenga “existencia” jurídica y, por lo mismo, “existencia” social? Alguien podrá estar convencido que es propietario de cierto bien al haberlo adquirido en determinadas circunstancias. Sin embargo, si no cuenta con el correspondiente título de propiedad, no será reconocido como propietario e, inclusive, podrá ser sancionado penalmente en caso de que decida retenerlo o apoderarse de él. Para que se determine su estatus, deberá litigarlo y, más aún, lograr que se le reconozca.
La tarea de definir concretamente esos derechos y esas obligaciones está encomendada en buena medida a los jueces. Les corresponde resolver los litigios mediante los que las personas, entre sí o frente a las autoridades, buscan definir su estatus jurídico, su forma de estar en el mundo. Por ello es esencial acceder a la justicia, tener la posibilidad de plantear los argumentos y las pruebas al sujeto al que socialmente se le ha encomendado la asignación de bienes en litigio. El problema es que en una sociedad tan desigual como la nuestra, con tan importante atraso cultural y cívico, resulta complejo participar en procesos técnicos, largos y, por lo mismo, costosos.
Es en este contexto de simultánea necesidad y dificultad donde adquiere sentido la reforma de julio de 2010 al artículo 17 constitucional en materia de “acciones colectivas”. Hasta ahora, nuestro orden jurídico reconoce como posibilidad básica de litigio el que cada cual plantee ante el juez la violación a “su” propio e individual derecho. Si las normas jurídicas asignan derechos en lo individual, en lo individual deben hacerse exigibles y en lo individual deben protegerse. La lógica de las acciones colectivas es muy diferente. El Estado no puede esperar que acceda a la justicia sólo quien cuente con los medios para hacerlo. Dejaría de proteger ese derecho fundamental y minaría sus condiciones de legitimidad. El Estado tiene que promover la participación al medio de solución de conflictos que define su calidad de moderno. Posibilitar que quienes tengan derechos en común se agrupen para que los hagan valer de manera conjunta ante los tribunales es un modo de facilitar el acceso y reducir costos, pero, sobre todo, de generalizar el estatus de quienes están o debieran estar en una situación semejante.
En la propia reforma constitucional se estableció que la ley que permitirá el ejercicio de las acciones colectivas deberá emitirse a más tardar el 30 de julio de este año. El Senado de la República aprobó ya las reformas a diversos ordenamientos legales. La Cámara de Diputados no lo ha hecho a pesar de que estamos a pocos días de la conclusión del periodo ordinario de sesiones. Contar con la legislación para promover este tipo de acciones es de la mayor importancia. Al facilitar el acceso a quien no lo tiene y al extender los beneficios de un litigio a quien difícilmente lo tendrá puede socializarse el derecho, bien muy escaso en la sociedad en que vivimos. Adicionalmente, al permitir que los tribunales conozcan de asuntos que por su materia o número de involucrados son de importancia social o jurídica se publicitarán muchos de los temas que hoy en día se están resolviendo de manera privada, no necesariamente en beneficio colectivo
Con todo, esta aproximación es parcial. El derecho no opera como un orden natural que nos determine sin más y para siempre. Es una construcción humana realizada mediante el complicadísimo intercambio de conductas humanas. Nadie nació empleado. Ello se adquiere mediante un contrato laboral. La calidad de padre se obtiene a partir de un registro que puede ser controvertido y tal vez anulado. La abstracta conceptualización del estatus de cada persona, sólo a partir de lo que disponen las normas generales, debe ser precisada a partir de actos concretos de muy diverso tipo (contratos, sentencias, testamentos,
etcétera).
¿Qué pasa, sin embargo, cuando, con independencia de lo que las normas generales dispongan, las personas no pueden participar en los procesos jurídicos necesarios para que su situación concreta sea reconocida, tenga “existencia” jurídica y, por lo mismo, “existencia” social? Alguien podrá estar convencido que es propietario de cierto bien al haberlo adquirido en determinadas circunstancias. Sin embargo, si no cuenta con el correspondiente título de propiedad, no será reconocido como propietario e, inclusive, podrá ser sancionado penalmente en caso de que decida retenerlo o apoderarse de él. Para que se determine su estatus, deberá litigarlo y, más aún, lograr que se le reconozca.
La tarea de definir concretamente esos derechos y esas obligaciones está encomendada en buena medida a los jueces. Les corresponde resolver los litigios mediante los que las personas, entre sí o frente a las autoridades, buscan definir su estatus jurídico, su forma de estar en el mundo. Por ello es esencial acceder a la justicia, tener la posibilidad de plantear los argumentos y las pruebas al sujeto al que socialmente se le ha encomendado la asignación de bienes en litigio. El problema es que en una sociedad tan desigual como la nuestra, con tan importante atraso cultural y cívico, resulta complejo participar en procesos técnicos, largos y, por lo mismo, costosos.
Es en este contexto de simultánea necesidad y dificultad donde adquiere sentido la reforma de julio de 2010 al artículo 17 constitucional en materia de “acciones colectivas”. Hasta ahora, nuestro orden jurídico reconoce como posibilidad básica de litigio el que cada cual plantee ante el juez la violación a “su” propio e individual derecho. Si las normas jurídicas asignan derechos en lo individual, en lo individual deben hacerse exigibles y en lo individual deben protegerse. La lógica de las acciones colectivas es muy diferente. El Estado no puede esperar que acceda a la justicia sólo quien cuente con los medios para hacerlo. Dejaría de proteger ese derecho fundamental y minaría sus condiciones de legitimidad. El Estado tiene que promover la participación al medio de solución de conflictos que define su calidad de moderno. Posibilitar que quienes tengan derechos en común se agrupen para que los hagan valer de manera conjunta ante los tribunales es un modo de facilitar el acceso y reducir costos, pero, sobre todo, de generalizar el estatus de quienes están o debieran estar en una situación semejante.
En la propia reforma constitucional se estableció que la ley que permitirá el ejercicio de las acciones colectivas deberá emitirse a más tardar el 30 de julio de este año. El Senado de la República aprobó ya las reformas a diversos ordenamientos legales. La Cámara de Diputados no lo ha hecho a pesar de que estamos a pocos días de la conclusión del periodo ordinario de sesiones. Contar con la legislación para promover este tipo de acciones es de la mayor importancia. Al facilitar el acceso a quien no lo tiene y al extender los beneficios de un litigio a quien difícilmente lo tendrá puede socializarse el derecho, bien muy escaso en la sociedad en que vivimos. Adicionalmente, al permitir que los tribunales conozcan de asuntos que por su materia o número de involucrados son de importancia social o jurídica se publicitarán muchos de los temas que hoy en día se están resolviendo de manera privada, no necesariamente en beneficio colectivo
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