El triunfo del partido “X” o la derrota del partido “Y” se explica, al menos desde 1991, por lo que ocurre allá afuera, en la calle, en las conversaciones, en los mensajes que llegan (o no llegan) por igual a todos los votantes; en las estrategias de campaña, spots, debates, aciertos, errores o atractivos de los candidatos. Humores públicos, formulación de temas y lemas que importan a los continentes de esa vasta masa informe que llamamos electorado. En 1994, por ejemplo, mediante un acuerdo político sin precedentes, los tres principales candidatos presidenciales (Zedillo, Fernández de Cevallos y Cárdenas) acordaron realizar un debate televisado nacionalmente. Dada la anémica cultura democrática de entonces, el hecho no podía sino volverse un espectáculo fundador, tanto, que hasta bien entrados los años 2000, el debate de 94 seguía siendo el programa más visto en la historia de la TV mexicana (40 millones de espectadores). Lo más importante, sin embargo, es que su efecto clarificó el curso de la elección, cambió preferencias y afinó percepciones de una gran parte de los ciudadanos sobre aquel dramático año político. El IFE no tuvo nada que ver en esos acomodos, y por el contrario, la celebración de debates entre candidatos se acreditó como un momento indispensable de la competencia política en México.En el año 2000, Vicente Fox se hizo bolas negociando su propio debate, con Francisco Labastida del PRI, en casa de Cuauhtémoc Cárdenas (otro candidato). La cosa se tornó un show de resbalones televisados, en directo, a cual más entretenido, pero dejó una gran interrogante sobre el ascenso del candidato panista, hecho que ya venían registrando las encuestas. La indiscutible terquedad de Fox, sin embargo, fue genialmente remontada por una operación publicitaria que metamorfoseó aquella necedad en un reclamo, el hartazgo compartido de los mexicanos (¡Hoy, hoy, hoy!) y con resultados que siguen sorprendiendo. Un ejemplo más: el 2006 fue el año en que la izquierda mexicana estuvo más cerca que nunca de conquistar la Presidencia de la República, catapultada por una torpe decisión judicial que se creyó con el poder de excluir a López Obrador, entonces Jefe de Gobierno del DF, aún antes de comenzar el proceso electoral. De ese modo el tabasqueño tuvo todo para entrar a la campaña como víctima de una maquinación, lo que lo transformó en el contendiente más creíble ante los ojos de millones. Más atrás, en 1991, la popularidad del Presidente Salinas –justo en su cenit- fue el factor determinante de la última victoria rotunda y tricolor; y en 2006 fue la cruel escisión social de México, galvanizada por larguísimas campañas en las que ni tirios ni troyanos se ahorraron insultos, diatribas o injurias en las frecuencias de radio y televisión. Así nos fue. Lo que quiero decir es que la política, las decisiones, la estrategia y los personajes que galopan en campaña son los factores que determinan el ascenso, la caída y los jirones electorales en México. Por fortuna, la autoridad electoral, no tiene nada que ver en eso. Por el contrario, su primera tarea consiste en colocarse fuera de esa tramoya mercurial. Mientras las campañas transcurren, el IFE ha de preparar todos los elementos que en unos cuantos meses soportarán el flujo de la votación: la lista de electores, sus credenciales, entrenar a millones de vecinos para el momento crucial de la jornada electoral, generar todo el material necesario, tener listos los programas que darán los resultados, administrar los promocionales de partidos y autoridades en radio y televisión y un largo etcétera. Todas estas cosas y cada una de sus acciones, deben desplegarse, además, solicitando una y otra vez, el visto bueno de los partidos políticos. Por eso la estructura interna del IFE es una densa selva de consejos (general, locales y distritales), comisiones, comités, grupos de trabajo, a los que por ley, asisten los partidos políticos. Es en esos espacios de deliberación infinita, donde los consejeros electorales elaboran la aprobación explícita de todos los partidos a cada uno de los cientos de eslabones de la organización comicial. Es la chamba nodal de un consejero, rumbo al día de las votaciones, generar consensos una y otra vez, hacerse acompañar no de una parte, sino de todos los partidos gracias a sus razonamientos, la transparencia de los instrumentos que ofrece, las seguridades de imparcialidad, limpieza y de confianza. Y si he llegado hasta aquí con estas verdades de Perogrullo, es porque desde nuestro Congreso variopinto, he escuchado voces de legisladores que suponen lo contrario: en el IFE todavía es posible torcer el resultado, desde el Consejo General, se dice, es posible socorrer o complicar la trayectoria electoral. Se trata de un cálculo que ronda cabezas muy influyentes y que como una alucinación, se aparece en cada turno de negociación para nombrar a los tres Consejeros que le faltan al IFE. Por eso es preciso repetirlo: la colegialidad, la visibilidad y la permanente supervisión de ciudadanos, partidos, tribunales, medios, auditores y contralores, hacen del IFE una intrincada estructura de pesos y contrapesos de la que es imposible sorprender al público con truco alguno. Por el contrario: los partidos y los candidatos necesitan al IFE fuerte, del mayor nivel posible, para otra cosa aún más importante: para que su triunfo electoral, obtenido en la calle, sea inapelable frente a sus contrincantes o para que la aceptación de su derrota sea, civilizadamente, ineludible. Simplemente: de eso se trata la elección de consejeros.
lunes, 25 de abril de 2011
EN EL IFE NO SE GANAN ELECCIONES
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario