Con la debida anticipación, los bancos y banqueros mexicanos o domiciliados en México, tuvieron su fiesta anual acapulqueña, donde rindieron su ritual tributo a la ganancia y a la pausada modernización que caracteriza al negocio del dinero en México. Ganancias hubo apenas se dejó atrás la emergencia y el susto mayor del año 2009, hasta llegar a más de setenta mil millones de pesos en 2010, debidamente concentrados en los tres grandes del exterior pero con importantes tajadas al impetuoso Banorte y el perseverante Inbursa. No faltó el optimismo histórico hacendario que pronosticó hazañas, como la de que en diez años el sistema bancario mexicano alcanzará el coeficiente de intermediación que hoy tiene Brasil, aunque lo de histórico habría que cambiarlo por histriónico, o tetánico: bien que la banca gane, pero festinar proezas como estas no revela otra cosa que el proverbial astigmatismo hacendario cuando de evaluar el desempeño bancario se trata. Lo cierto es que una economía del tamaño de la mexicana no merece ni podrá desarrollarse con una banca como la que tomó el sol en Acapulco. Ganancias sin prestar quiere decir rentismo financiero sin tapujos, y de ello es responsable no la
industria financierasino los que la hicieron compadre. Hasta el bello puerto expropiado de su tianguis turístico se desplazó el ex presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, quien sin circunloquios postuló: la violencia que abruma al continente, de Brasil a México pasando por Honduras y otros países, no es concebible sin la desatención secular de la pobreza y de los pobres, por parte de las sociedades sus gobiernos y sus Estados. Simple y contundente verdad ésta, que el hijo de obreros e inmigrantes de la indigencia nordestina del gran país del sur expuso con la parsimonia de quien hizo lo posible por no perder la simpatía de y con los suyos a pesar de los mil y un compromisos con el poder financiero que hubo de hacer para llevar la nave brasileña al lugar que hoy ocupa en el concierto mundial. Y lo logró. Lula coronó su mensaje con la afirmación de que no hay justificación económica alguna, profunda o frívola, de ocasión o avalada por la tecnocracia arrogante que también hizo de las suyas por aquellos lares, para mantener estancados o a la baja los salarios, en especial a los mínimos. No hay
leyes de bronce o hierro, sino indecisión política concluyó. Podríamos agregar: no hay ganancia sin medida que dure, en medio de la marginación masiva y el empobrecimiento artero. No habrá recuperación que valga con un mundo laboral tan sometido a la penuria y a la incuria como el que acaba de describir para México la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el
club de los ricoscuya admisión tanta esperanza despertó en tantos. Lula vino, vio y, ojalá y pudiéramos decirlo pronto, ¡nos convenció!
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