viernes, 29 de abril de 2011

SEGURIDAD NACIONAL: LA PUERTA FALSA

PEDRO SALAZAR UGARTE

En el tema de la Ley de Seguridad Nacional, la disyuntiva no es entre izquierda o derecha, sino entre democracia o autoritarismo. Algunos dirán que ha sido la realidad la que nos ha colocado entre la espada y la pared. Y tal vez tengan razón. Pero lo que proponen los diputados del PRI y del PAN equivale a ensartarse en la navaja. La reforma arroja dos bolas de fuego al corazón del constitucionalismo democrático: contradice frontalmente el sentido de la reforma constitucional en materia de derechos humanos que esos mismos diputados acaban de votar (y que, para sumarle zozobra al desconcierto, está empantanada en las legislaturas de los estados) y constituye un paso hacia la perpetuación de la excepcionalidad militarizada en la que estamos viviendo. La violencia en el país es alarmante, ni duda cabe. Acabo de pasar una noche en Ciudad Victoria y, de regreso, en la playa, los amigos me sometieron a un anecdotario del horror acapulqueño. Ahora estoy atrapado en los brazos del insomnio. El drama de los padres que buscan a sus hijos desaparecidos es tristísimo. Y la certidumbre de que los de la fosa o los que buscan el cuerpo de un ser querido podríamos ser cualquiera de nosotros es aterradora. México, hoy, es una brasa ardiente. Y, ante esta realidad, resulta indiscutible la necesidad de adoptar medidas desde el Estado y desde la sociedad. El problema es que, con esta reforma, los diputados terminarán atizando las llamas del fogón en vez de apagarlo. Basta con leer —como bien sugirió Fernando Escalante— el devaneo conceptual con el que los legisladores intentan trazar la frontera entre la paz y la guerra para calibrar la canícula en que se encuentran. Un cantinfleo —no estamos en guerra, pero tampoco vivimos en paz— con el que intentan ofrecer fundamento constitucional a una propuesta que, además de estar inspirada en el miedo del presente, es incompatible con el constitucionalismo democrático. Esto último no es trivial. Más allá de las normas concretas de la Constitución que contradice, la propuesta de reforma, se opone frontalmente a la lógica y exigencias del paradigma democrático constitucional. Ni la figura de las declaratorias de las “afectaciones a la seguridad interior” a cargo del Presidente de la República; ni la reducción del Congreso de la Unión a una comisión bicameral de seis miembros; ni, sobre todo, las facultades de investigación e intervención que pretenden obsequiarse a las Fuerzas Armadas son compatibles con ese modelo de Estado. Dichas medidas responden a otro paradigma, a otro modelo constitucional inspirado en una lógica en la que el poder somete al derecho y no viceversa. O, en todo caso, responde a una lógica de guerra. Lo cual supone apostar por una estrategia en la que la violencia estatal se propone como única solución para la violencia delincuencial. Si aceptamos la premisa habremos caído en una trampa que vislumbró John Locke hace mucho tiempo: entraremos en las fauces del león para escapar de los zarpazos mortales de los gatos monteses. Por eso digo que la alternativa es entre autoritarismo y democracia. Una elección trágica, diría yo. El reto está en derrotar a la delincuencia sin abandonar el modelo democrático constitucional. Sólo así lograremos retomar el rumbo hacia una convivencia pacífica en la que los derechos sean la regla y el uso de la fuerza la excepción. En las democracias consolidadas las plazas están repletas de ciudadanos que conviven de forma armónica y no de tanquetas militares que vigilan amenazantes. La ruta para lograr que lo primero sea posible, en la coyuntura actual, puede parecer utópica e ingenua —políticas sociales, profesionalización de policías, justicia eficaz, cohesión ciudadana, derechos humanos—, pero es la única que existe. La experiencia internacional enseña. Ahí están la descomposición centroamericana o los “falsos positivos” colombianos como muestras ominosas de los peligros que conllevan las puertas falsas. Y no estamos lejos.

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