En la muy recomendable presentación de los principales resultados del Censo 2010 publicada en la página del INEGI, hay una lámina explicativa –un inteligente concentrado de información- que por sí sola y de un vistazo demuestra el rostro deformado y desigual de la sociedad mexicana: la distribución de la población por el tamaño de la comunidad en la que habita. Resulta que 48 por ciento de la población vive aglomerada en 131 ciudades de más de 100 mil habitantes; en contraste, una cuarta parte de mexicanos vive en 188 mil 593 rancherías, pueblos o aldeas integradas por menos de 2 mil 500 personas. Es la estructura demográfica “bipolar” (como la llama Don Miguel Cervera, el coordinador nacional del ejercicio censal de México). De un lado tenemos el astroso hacinamiento urbano y por el otro, la insufrible dispersión de casas y chozas rurales, escenario persistente de la marginación extrema. Digo persistente porque en 20 años las cosas apenas si han cambiado: en 1990 los mexicanos que habitaban en grandes ciudades éramos el 44 por ciento, mientras que los residentes en la fragmentación aldeana, rondaban el 29 por ciento. Como se ve, y luego de 20 años de información censal, estamos ante una de las tendencias definitorias de nuestro país. La dispersión importa especialmente porque ella es el escenario del mayor rezago, a ratos feudal, de la sociedad mexicana en pleno siglo 21: allí las mujeres suelen tener más hijos (un promedio de 4, frente a la media nacional de 1.7); el 14 por ciento de los niños nacidos, muere muy pronto; el 12 por ciento de los infantes en edad, no asisten a la primaria ni a la secundaria; por eso, el grado promedio de escolaridad apenas araña el quinto año; 55 por ciento de sus habitantes no tienen ingresos remunerados; el 15 por ciento de sus viviendas tienen piso de tierra; el 37 por ciento no cuenta con agua entubada; el 62 no tiene drenaje y casi el 50 por ciento de esos hogares sigue utilizando leña o carbón para cocinar.
Gran parte del atraso nacional se explica por esa fragmentación típica de las viviendas y las familias en México, no solo porque dificulta la dotación de servicios (agua, luz, drenaje, pavimento a casas alejadas) sino que representa también un modo de vida que amenaza a la sustentabilidad del territorio, de la misma manera que el gigantismo y la aglomeración humana ponen a prueba todos los días, la viabilidad de nuestras ciudades.
Hagamos números: 26 millones 62 mil personas viven dispersas en México, una población casi tan grande como la de toda América Central, Venezuela o el Perú, y mucho mayor que toda Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay juntos. El desafío es colosal y exigiría una discusión pública de la mayor relevancia: el territorio mexicano y sus recursos limitados, no será viable al cabo de la siguiente década si no cambiamos los patrones extremos en los que se reproduce la sociedad mexicana.
En otras palabras ¿cómo hacer para que esa dispersión endémica se convierta en concentración razonable, manejable, sustentable? ¿Cómo establecer centros urbanos de atracción que ofrezcan oportunidades a buena parte de esos 26 millones de mexicanos que dispersó la costumbre y la pobreza? Dos economistas franceses, muy neoliberales, Charles Wyplosz y Jacques Delpla, publicaron hace algunos años un libro (El fin de los privilegios) con una propuesta sencilla: pagar para reformar y… reubicar. El ejemplo de la India parece pertinente: en algunas de sus ciudades medias -Surat, Vadodara y Ahmadabad- se estableció el ingreso mínimo ciudadano (subsidio universal) cuya única condición era la de residir allí, en las nuevas estructuras y habitaciones dispuestas para la nueva oleada migratoria de comunidades cercanas. El subsidio y la inversión resultaron no solo justos, sustentables, sino también eficientes: el programa de construcción de la ciudad costó la enormidad del 15% del PIB del estado de Gujarat, pero movilizó a medio millón de hindús, creó una nueva economía interna y liberó la presión sobre el agua y valles cercanos al Narmada. En diez años, este movimiento económico y migratorio produjo mucho más y aumentó permanentemente el crecimiento potencial de esa economía en dos puntos porcentuales.
Sin ir más lejos: Julia Carabias ha insistido en revisar la experiencia chiapaneca de Ciudades Rurales. Como se sabe, en Chiapas hay 14 mil 346 localidades (74%) en donde viven menos de 100 habitantes. Esto hace sencillamente imposible la labor educativa, de salud y de servicios básicos, por eso se intenta desarrollar ciudades planificadas que ofrezcan a sus habitantes servicios de calidad y oportunidades económicas como focos atractivos para las comunidades vecinas. El Censo del 2010 volvió a informar de un país que crece más de lo esperado, pero sobre todo, que crece deforme, en decenas de miles de archipiélagos desparramados o en unos cuantos, masivos continentes apiñados. El Estado mexicano debe recuperar su voluntad reformista y decidirse por una política muy intervencionista en el patrón de crecimiento poblacional y ocupación territorial. Y los ejemplos viables, según las noticias del mundo, ocurren si la política demográfica se vuelve también, política de redistribución. Volveremos sobre el tema.
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