jueves, 21 de abril de 2011

ESTO NO ES UNA NARCOMANTA

JULIO JUÁREZ GÁMIZ


Comúnmente se habla de los efectos de los medios como si fuese algo inmediato, medible y observable. En los estudios sobre el tema aparece el concepto de habituación. Ésta no solo refiere a la manera en la cual incorporamos en nuestra rutina cotidianas cosas antes ajenas o extrañas sino que, además, da cuenta de la manera en la cual construimos nuestra propia idea de normalidad. Los medios, además, legitiman a quienes emiten un mensaje a través de ellos. Desde el director técnico que explica el último resultado de su equipo hasta el Presidente de la República que expresa su evaluación sobre un tema determinado. Estas opiniones contextualizan la información que, a la larga, otorga a dichos personajes la legitimidad para expresar un punto de vista determinado.


En no pocas ocasiones sus declaraciones constituyen la nota misma. Un disparate, improperio u ocurrencia marciana llegan con gran facilidad a la primera plana de la prensa nacional. Aquí la habituación es nociva pues abona el argumento de que la política es una porquería. Una concepción difícil de cuestionar y que, sin embargo, simplifica la realidad y desconoce todas aquellas cosas que la política si logra hacer (p.ej. conciliar diferencias en torno a temas que hoy proveen de un andamiaje institucional perfectible pero hasta cierto punto funcional).


El otro ejemplo de esta habituación es todavía más riesgoso. Me percaté de ello en una de mis clases en la Facultad de Psicología de la UNAM en donde abordamos el complejo entramado de los efectos de los medios de comunicación. Preguntaba a mis alumnos sobre cuál creían ellos que fuera la justificación editorial de los medios mexicanos para difundir imágenes de narcomantas colocadas a propósito en la escena de algún crimen. Para mí no son más que palabras podridas que acompañan la descomposición de los cuerpos que yacen a su lado. Un macabro pie de foto a actos bestialmente deshumanizados. Frases que, en todo caso, carecen de valor periodístico o informativo. No hay una sola de estas cartulinas, lonas o mantas que me haya transmitido otra cosa que la complacencia de los medios que las publican para legitimar la voz de quienes violan nuestras leyes y degradan a nuestra sociedad.


Reservando mis opiniones en ese momento, escuché atónito sus respuestas. Que los narcos son más confiables para informar que las instituciones del Estado, que lo que ellos digan puede aclararnos mejor lo que sucede en realidad entre las bandas criminales, que su presencia en los medios es justificada por el poder que estos tienen. En pocas palabras que los criminales que redactan estos “mensajes” tienen no solo el derecho de salir en los medios sino la autoridad moral para expresar su visión del mundo.


Le reivindicación de los redactores de estos mensajes como personas que tuvieran algo que decirle a la sociedad me espeluznó. No creo que, fuera de mi salón de clase, las opiniones sean muy distintas. Marchando hace unas semanas en la convocatoria surgida en torno al asesinato del hijo del poeta Javier Sicilia, escuchaba las iracundas voces que dirigían su odio a Felipe Calderón ignorando en sus consignas a quienes son parte central del problema, las bandas del crimen organizado. Es tanto el enojo y frustración de la sociedad contra las autoridades encargadas de procurar justicia que parecería que el crimen organizado es una víctima más. Un actor agraviado por la virulenta incompetencia del gobierno que se ha visto obligado a escalar el uso de la violencia dentro de su operación comercial.


Pero qué nos puede decir una narcomanta sobre la realidad nacional. ¿Que los medios son voceros voluntariosos de las organizaciones criminales? ¿Que a fuerza de verlos y leerlos todos los días nos hemos habituado a compartir el espacio público con ellos? ¿Que hoy los sentimos parte de nuestro entorno y que los medios han tenido una gran responsabilidad en construir esta aceptación? Personalmente no me convence ninguno de los argumentos “periodísticos” para justificar la publicación de estos mensajes. A largo plazo creo que los medios nos han acostumbrado a considerar al crimen organizado como un elemento de poder legítimo, capaz de modificar percepciones y ganar simpatías para su causa. Y esa sería la más infortunada de las derrotas. Legitimar su existencia, pasarles el micrófono, darles la palabra. El idioma es el mismo pero el lenguaje de la violencia no construye al mundo, lo disuelve.

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