viernes, 8 de abril de 2011

'ALGO VA MAL'

JOSÉ WOLDENBERG KARAKOSKY
Circula ya en México el último libro de Tony Judt, Algo va mal (Taurus, 2010). Un alegato para recuperar el espíritu de la socialdemocracia que fue capaz, luego de la Segunda Guerra Mundial, de edificar los Estados de bienestar que lograron conjugar, de la mejor manera posible, los principios de libertad e igualdad. Se trata de tomar nota y analizar las políticas que las reemplazaron a partir de los años ochenta -neoliberales-, de la crisis de 2008, para intentar edificar una casa habitable para todos. Judt se centra en la experiencia europea (sobre todo la inglesa) y en la norteamericana, pero su ojo perspicaz puede ayudarnos a iluminar nuestra realidad. ¿Por qué recuperar la tradición socialdemócrata? Judt contesta: porque "comparte con los liberales la defensa de la tolerancia religiosa y cultural; pero en la política pública cree en la posibilidad y en las ventajas de la acción colectiva para el bien común... propugna la tributación progresiva a fin de financiar los servicios públicos y otros bienes sociales que los individuos no pueden conseguir por sí solos... (Lo que implica) un papel mayor para el Estado y el sector público". Judt navega contra un cierto sentido común imperante por casi tres décadas que vio en la intervención estatal un mal y en el mercado una fórmula "natural" de regulación social. Ese "consenso" no sólo acarreó crecientes desigualdades, corrupción, "privilegios que ocluyen las arterias de la democracia", sino que saltó por los aires con la aguda crisis del 2008, que puso en evidencia lo que el culto a la desregulación y a la pasividad del Estado podía generar. "Desde finales del siglo XIX hasta la década de 1970, las sociedades avanzadas de Occidente se volvieron cada vez menos desiguales. Gracias a la tributación progresiva, los subsidios del gobierno para los necesitados, la provisión de servicios sociales...las democracias modernas se estaban desprendiendo de sus extremos de riqueza y pobreza". Pero a partir de los ochenta, se empezó a arrojar esa tradición por la borda. Hoy la desigualdad se ha hecho de nuevo extrema y genera desconfianza, patologías sociales y una especie de individualismo que se repliega de la política buscando soluciones de carácter egoísta. Escribe: "Nuestros sentimientos morales se han corrompido. Nos hemos vuelto insensibles a los costes humanos de políticas sociales...". Judt, sin falsa nostalgia, pinta un elocuente cuadro "del mundo que hemos perdido". Luego de la devastadora Segunda Guerra, de la experiencia del fascismo y la expansión del comunismo en el este de Europa, dice, "casi todo el mundo temía las implicaciones de una vuelta al terror del pasado reciente y estaba dispuesto a limitar la libertad del mercado en nombre del interés público". No sólo las izquierdas, sino incluso partidos de derecha compartían un cierto sentido común en la época. "A la clase media educada se le ofreció la misma asistencia social y servicios públicos que a la población trabajadora y a los pobres: educación gratuita, atención médica barata o gratuita, pensiones públicas y seguro de desempleo". Se trataba de edificar un espacio inclusivo y para ello resultaba necesaria la regulación del mercado y la construcción de prestaciones universales. Y eso era imposible sin la intervención del Estado, sin una tributación progresiva y sin una idea de comunidad por construir. Judt rastrea las fuentes que debilitaron "el sentido de un propósito común" y pasa revista a la emergencia de un nuevo ideario que se extendió con velocidad y que puede sintetizarse en la maniquea idea de que "el gobierno ya no era la solución, sino el problema". Era necesario replegar e incluso mantener fuera de la vida económica al Estado y junto a esa noción avanzó un recetario: "la tributación alta inhibe el crecimiento y la eficacia, la regulación gubernamental ahoga la iniciativa y el espíritu empresarial, cuanto más pequeño es el Estado, más saludable es la sociedad". Al final, un culto al mercado y a lo privado y la "pérdida de un propósito social articulado a través de servicios públicos", lo que construye sociedades escindidas, fragmentadas, insolidarias. Judt llama a recuperar una cierta pulsión de causa común, a partir de "una conversación pública renovada", que sea capaz de poner en el centro de la atención pública los grandes y graves problemas del bienestar, la equidad, la exclusión, las oportunidades. Volver a la "cuestión social" y a preguntarnos "qué debe hacer el Estado para que las personas puedan vivir decentemente". Pensar al Estado de nuevo, sus agendas, compromisos y fórmulas de intervención, porque no se trata de convertirlo en una entidad discrecional, opresiva, caprichosa. No hay que ofertar futuros ideales, dice, sino "aspirar a corregir gradualmente unas circunstancias insatisfactorias", desplegar una nueva política socialdemocrática "como compromiso entre objetivos radicales y tradiciones liberales". Lástima que, como el propio Judt apunta, esa costumbre tiene escaso arraigo en América Latina.

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