JOHN ACKERMAN
En un inesperado giro de los acontecimientos, la irrupción de un novedoso
movimiento juvenil transformó el panorama de las elecciones mexicanas de este
domingo. Hace apenas un mes, el candidato del Partido Revolucionario
Institucional (PRI), Enrique Peña Nieto, parecía destinado a obtener una cómoda
victoria de dos dígitos que le permitiría retrotraer al país a sus antiguas
prácticas políticas y sus vicios autoritarios. Unas pocas semanas de protestas
estudiantiles contra el duopolio que controla la televisión nacional –al que
acusan de querer imponer la imagen de Peña Nieto a los votantes–, así como una
serie de escándalos de corrupción, bastaron para que el candidato de las
izquierdas Andrés Manuel López Obrador avanzara significatívamente en las
encuestas.
El movimiento “#YoSoy132” tiene mucho en común con las movilizaciones que
sacudieron al mundo durante el último año y medio, aunque con un matiz propio.
Al igual que en Egipto, España y Estados Unidos, el uso masivo de Twitter,
Facebook y demás redes sociales facilitó la organización de marchas y protestas.
A diferencia de la Primavera Árabe, sin embargo, los jóvenes mexicanos no
protestaban contra los actuales gobernantes sino contra un candidato opositor. A
diferencia también del movimiento Occupy y de los movimientos estudiantiles
mexicanos del pasado, los manifestantes se cuidaron muy bien de no entorpecer el
tráfico vehicular o usurpar espacios públicos.
El denominador común de “#YoSoy132” es la frustración con la falta de
progreso que ha caracterizado a la lenta transición democrática mexicana. El
país es hoy más violento, más corrupto y más inequitativo de lo que era en 2001,
cuando el PRI fue desplazado por primera vez del poder en setenta años. Los
siguientes doce años de gobierno del derechista Partido de Acción Nacional
(PAN), sólo dieron una capa de barniz a los clásicos modos autoritarios de su
predecesor.
Cuando el PAN asumió el poder, la expectativa general era que el cambio
traería más honestidad administrativa. Pero los presidentes Vicente Fox
(2000-2006) y Felipe Calderón (2006-2012) rápidamente adoptaron las viejas mañas
de cacicazgo, corrupción y clientelismo del PRI. Durante esos años, el puntaje
de México en el ranking de percepción de corrupción de Transparencia
Internacional cayó del nivel (bajo) de 3.7, al abismalmente bajo de 3.0, el
mismo de Malawi o Madagascar.
El amargo fracaso de la guerra contras las drogas, que produjo más de 60 mil
muertos en los últimos cinco años, es el ejemplo más palmario de la debilidad
institucional del estado. Esta debilidad es un legado del PRI, agravado por el
PAN. De acuerdo con un estudio de la UNAM, sólo el 5 por ciento de los crímenes
recibe algún castigo, mientras que, según una encuesta reciente de Gallup, sólo
el 35 por ciento de los mexicanos confía en la policía. De 1,376 investigaciones
de lavado de dinero realizadas por la administración Calderón entre 2007-2011,
sólo 79 culminaron en alguna sentencia.
En semejante contexto, enviar 45 mil soldados a calles y autopistas del país
sólo sirvió para provocar a los delincuentes y agravar la situación. La decisión
de Calderón de privilegiar la fuerza bruta por sobre la fuerza de la ley ha
desencadenado una peligrosa carrera armamentista entre el gobierno y los grupos
del crimen organizado, así como una disputa territorial entre mafias de
traficantes que ha destruido la estructura social en muchas partes de
México.
Las administraciones panistas hicieron otras dos cosas muy graves: dejar de
lado la larga tradición mexicana de separación de la Iglesia y el Estado y
vulnerar el pacto cívico-militar que regía de hecho en el país desde la era
post-revolucionaria. En efecto, el presidente Fox le dio a la jerarquía
eclesiástica un protagonismo inédito en la vida política mexicana del siglo XX;
en 2002, durante la última visita de Juan Pablo II, y en una sorprendente
muestra de subordinación de un jefe de Estado a un mandatario extranjero, Fox se
arrodilló y besó el anillo del Papa. La importancia simbólica de este hecho no
es nada menor: uno de los principales objetivos de la Revolución Mexicana de
1910-17 fue limitar el poder económico, cultural y político de la Iglesia
católica. Este año, en otro claro intento de capitalizar políticamente la
presencia de un Papa, Calderón invitó a Benedicto XVI a visitar México apenas
unos días antes del inicio de la campaña electoral.
Calderón abrió también la puerta de la política a los militares. En una
región en donde golpes y guerras civiles han sido la norma, México se
caracterizó durante más de medio siglo por la subordinación de las fuerzas
armadas al poder civil. Desde 1946 el Ejército se había mantenido al margen de
la vida política; esto cambió a partir del momento en que Calderón dio poder a
los generales con su desesperada “guerra contra las drogas”.
Históricamente, Iglesia y Ejército han sido los dos pilares del autoritarismo
latinoamericano. Al devolverle poder a ambas instituciones, Calderón ha socavado
los cimientos de la democracia mexicana, que de ahora en más puede verse
amenazada cada vez que aquellas sientan que sus intereses están en peligro. El
pueblo mexicano está ansioso por probar los frutos de la transición democrática;
también está preparado para un verdadero cambio de régimen. Hace apenas un mes,
el PRI parecía una opción creíble, con un candidato joven y telegénico que
concitaba el apoyo de la corporación mediática y de los poderosos, y que
cortejaba activamente al gobierno de Estados Unidos.
Pero la imagen de Peña Nieto se derrumbó rápidamente cuando éste quedó
envuelto en una serie de escándalos de corrupción que lo pintaron como otro
político corrupto de la vieja guardia. La DEA y el gobierno mexicano están
investigando la posible complicidad con el cartel Los Zetas de tres
exgobernadores del estado de Tamaulipas cercanos a Peña Nieto. El exgobernador
de Coahuila, Humberto Moreira, a quien Peña Nieto nombró presidente del PRI,
dejó a su estado con una deuda de tres mil millones de dólares, también bajo
sospecha de corrupción. Y este mes, tres asesores de alto nivel del candidato
del PRI-PVEM fueron acusados en cortes estadunidenses de fraude por haber
supuestamente robado dinero de la campaña.
El reciente informe sobre pagos que Peña Nieto habría realizado a las
principales cadenas televisivas mexicanas para garantizar una cobertura positiva
de su campaña, publicado por el diario británico The Guardian, ha mostrado que
su imagen de político limpio es más un invento de los medios que una realidad.
La vasta mayoría de los mexicanos se informa a través de la televisión, que está
controlada por dos cadenas, Televisa y TV Azteca. Una de las principales
demandas del movimiento #YoSoy132 es precisamente que estas cadenas dejen de
lado su alevoso favoritismo por la candidatura de Peña Nieto.
La respuesta de Peña Nieto a estas adversidades ha sido remplazar su anterior
mensaje de “cambio” por uno que lo presenta simplemente como “un ganador”. Ya no
pretende representar algo nuevo. De paso, y para desvanecer sospechas en
Washington de que de resultar vencedor el domingo negociaría un acuerdo con los
grandes jefes narcos, el candidato anunció que el exjefe de policía colombiano
Oscar Naranjo será uno de sus principales asesores. Naranjo fue el más alto
funcionario policial durante la presidencia de Álvaro Uribe, y es considerado
por algunos como un “agente especial” de la DEA.
La candidata del PAN, Josefinia Vázquez Mota, ha jugado por su parte la carta
del género, poniendo el acento en que es “diferente” a los demás candidatos. A
pesar del interés que despertó por ser la primera mujer que compite por la
presidencia, las encuestas indican que Vázquez Mota está condenada a pagar los
errores de doce años de administración panista.
López Obrador, que seis años atrás perdió la elección contra Calderón por
poco más de medio punto (0.56 por ciento), llevó mientras tanto una campaña muy
distinta a la que realizó entonces. En 2006, su postura anti-establishment y su
inicial rechazo a aceptar los resultados del escrutinio asustaron a muchos;
ahora propone un gobierno de unidad nacional basado en los principios del amor
(sic). Dejando de lado el discurso clasista y estatista típico de otros líderes
izquierdistas latinoamericanos, López Obrador ha dicho que, hoy, en México, ser
de izquierda es ser honesto y ético.
López Obrador ha tenido también la audacia de nombrar a su gabinete antes de
la elección. Varios de los nominados han estado ligados al PRI o al PAN, pero se
alejaron desilusionados de esos partidos. Anunciando públicamente su apoyo a
López Obrador, ellos han manifestado la esperanza de que éste se convierta en el
equivalente mexicano de Luis Inacio “Lula” da Silva, el izquierdista que
desarrolló la economía brasileña.
Como mencionamos anteriormente, lo que está en juego en esta elección es la
supervivencia de la democracia mexicana. En el pasado, el presidente saliente
designaba a su sucesor; hoy, los grupos de poder hacen lo mismo, pero mediante
el control de la transición entre un presidente y el otro. Peña Nieto es el
candidato que asegura la continuidad para las clases dominantes. Incluso el
expresidente Fox y un exlíder del PAN han anunciado públicamente que apoyan su
candidatura.
Independientemente de los puntos de vista y preferencias políticas de cada
uno, y a pesar de la vaguedad retórica de López Obrador, su victoria podría
traer un muy necesario cambio a la política mexicana y renovar las esperanzas en
el futuro de la democracia. Una victoria de Peña Nieto, por el contrario,
debería ser causa de alarma. La cuestión central a dilucidar este domingo es si
las mismas élites que han manejado al país desde la década de 1940 lo seguirán
haciendo, o si una verdadera oposición tendrá finalmente la oportunidad de
gobernar.
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