JOSÉ WOLDENBERG
Que las elecciones sucedan y sucedan bien es lo más importante. No me cansaré de repetir que se trata de una de las construcciones civilizatorias más deslumbrantes. Una fórmula participativa, pacífica, institucional y ordenada, por la cual una sociedad abigarrada y contradictoria expresa sus preferencias para dotarse de un gobierno legítimo y un cuerpo legislativo que recoge la pluralidad de pulsiones que modelan a la propia sociedad.
El solo hecho de que no exista en el país una sola corriente política significativa que no proclame que la única vía legítima para arribar a los cargos de gobierno y legislativos es la electoral, es de por sí un basamento fundamental de nuestra convivencia. Y una fórmula, una convicción y un compromiso que debe refrendarse y fortalecerse.
A lo largo del siglo XX, luego de la Revolución, México celebró de manera regular elecciones. No fue poca cosa de cara al péndulo de golpes militares que en distintos países de América Latina interrumpieron a las frágiles democracias. Pero no fue sino en el último cuarto de siglo que construyó un sistema de partidos equilibrado y un sistema electoral imparcial y equitativo. De tal suerte que las elecciones competidas tienen una corta historia en nuestro país. A pesar de ello han venido aclimatando la contienda entre opciones diversas y generando fenómenos de alternancia en todos los niveles de gobierno.
Hay, sin embargo, dos momentos estelares en la cadena que edifica el episodio comicial, y a los cuales no se les presta la atención debida. Se trata no solo de los candados de seguridad más importantes de la elección, sino de la incorporación de cientos de miles de ciudadanos a la tarea crucial de recibir y contar los votos. El primer momento es en el que una institución del Estado deja en manos de ciudadanos la celebración de tan estratégica tarea. El lapso en el que el IFE deposita todos los paquetes electorales en más de 140 mil domicilios particulares. Y eso debe estar concluido la noche previa a la elección.
Quiero subrayarlo: el 30 de junio en la noche, en el norte y el sur, en las montañas y en los valles, en las ciudades y las rancherías y pueblos, todo el material necesario para celebrar la elección estará en las casas de los más de 140 mil presidentes de las mesas directivas de casilla. En los días previos, los vocales de organización de las Juntas Distritales Ejecutivas de los 300 distritos y sus equipos habrán distribuido a lo largo y ancho del territorio nacional los implementos necesarios para que los más de 79 millones de ciudadanos inscritos en la lista nominal puedan sufragar.
Los ciudadanos que serán los presidentes de las mesas, que salieron de un sorteo y que generosamente aceptaron ser capacitados para cumplir con su función, reciben en los días previos a algún funcionario del IFE que deposita en sus manos las urnas, las mamparas, las boletas, las actas, la tinta indeleble, las maquinitas para marcar las credenciales, los crayones, la lista nominal de electores correspondiente. Terminada esa labor, en ese terreno, el IFE se disuelve; ha puesto en manos de ciudadanos toda la parafernalia necesaria para que se lleven a cabo las elecciones.
Sigue entonces un momento de incertidumbre, de nerviosismo. Ya no es una institución del Estado la que se encuentra a cargo de los comicios, sino 140 mil personas que tienen en sus domicilios todo lo necesario para instalar las casillas. Y entonces sucede el segundo momento mágico. El día de la elección, cuando todos y cada uno de los presidentes de las mesas directivas de casilla cumplen con su misión, acompañados por el resto de los funcionarios (secretario y escrutadores), vecinos de la sección como ellos, e igualmente sorteados y capacitados (más de 900 mil con todo y suplentes), y los representantes de los partidos. Entre todos instalan la infraestructura que hace posible que los ciudadanos voten. Resulta asombroso, claro... para quien quiera verlo. (Más de 34 mil capacitadores fueron contratados por el IFE para instruir a los funcionarios de casilla).
En su momento fue una innovación fruto de la necesidad. La profunda crisis de confianza que generaron las elecciones de 1988 obligó a barrer con la añeja Comisión Federal Electoral, sus normas y sus usos y costumbres. La ley electoral de entonces establecía que el secretario de Gobernación, presidente de la CFE, tenía la facultad de nombrar a los presidentes y secretarios de los consejos locales y distritales, y que estos últimos, a su vez, debían nombrar a los presidentes y secretarios de las mesas directivas de casilla. No era una exageración cuando se afirmaba que toda la red de funcionarios electorales se "tejía" desde esa Secretaría.
Pues bien, la respuesta fue diseñar un método que deja en manos de cientos de miles de ciudadanos la recepción y cómputo de los votos de sus vecinos, vigilados por los representantes de los partidos. Se trataba y se trata de una sola cosa: transparentar el cómputo de los votos para construir confianza.
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