RAÚL CARRANCÁ
No es un fantasma y quien lo diga desconoce la realidad. No importa que se hayan hecho muchos e importantes esfuerzos para robustecer el sistema electoral mexicano. Todo abogado sabe que cualquier persona física o jurídica, llamada moral, no importa su tamaño o relevancia, es susceptible de ser víctima o sujeto pasivo de un fraude. Tan es así que el propio Código Penal Federal contempla esa posibilidad en sus artículos 405 y siguientes, imponiéndosele al infractor penas muy severas. Y otro tanto acontece en el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE). Es ingenuo suponer que por aquellos esfuerzos a los que me he referido, no se pueda cometer un fraude. Desde luego lo deseable es que no se incurra en él. En tal virtud el próximo día primero de julio habrá que vigilar -funcionarios, observadores, representantes de partidos, candidatos y pueblo en general- que el proceso se lleve a cabo de manera impecable. Sin embargo, ¿cuántos mexicanos votaremos? El padrón electoral tiene registradas a más de 84 millones de personas, lo que representa más del 74 por ciento de la población total del país pues somos más de 112 millones. ¿Alguien cree posible que con esa filtración impresionante de individuos, se haya construido una maquinaria perfecta para evitar el fraude? Es muy difícil. Aunque otra cosa, insisto, es lo deseable. Así mismo que el discurso oficial, el de los partidos y candidatos, invita constantemente a evitarlo y denunciarlo llegado el caso. ¿Cuál fantasma, entonces? No es denunciable lo inexistente. Y si lo es será como el del padre de Hamlet, harto visible. Esperamos que no se lo cometa, lo deseamos, y hay que crear conciencia al efecto. Ahora bien, lo notable es que en un panorama así se convoque a un pacto de civilidad para aceptar los resultados, mismo que ha sido suscrito por todos los candidatos. Lo señalo con especial interés porque se ha divulgado en la opinión pública que cualquiera de ellos, y en especial Andrés Manuel López Obrador, deberá admitir sin protesta los resultados; insistiéndose al respecto en que lo importante y saludable para la democracia mexicana es que transcurrida la jornada electoral, y conociéndose aquellos resultado mediante un inmejorable procedimiento de información, no haya alboroto postelectoral. Dichas y presentadas así las cosas tal parece que hay un interés oculto para reconocer, sin chistar siquiera, el triunfo del vencedor. Desde luego se entiende que una gran movilización de protesta dañaría a la democracia y pondría en riesgo la paz. ¿Pero esto implica que se recurra a recursos y cuestionamientos legales? Imposible. La ley está allí para que se la invoque y llegado el caso se aplique. No hay la menor duda de que el pueblo habla mediante el voto. No obstante el país cuenta con un Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, encargado por expreso mandato constitucional de avalar el proceso electoral cuando haya serias dudas acerca de su cabal desarrollo. ¿Para qué existe dicho Tribunal? ¿Nada más cual figura decorativa incluida en la Carta Magna como propósito solemne pero inútil? Evidentemente no. Insisto, un fraude es posible aunque no deseable y la difusión de que ello no podrá suceder parece el anticipo de algo oculto. Política, democrática y constitucionalmente hablando la elección del domingo culminará cuando se sepa, dirimidos todos los recursos y por fallo inapelable del Tribunal, quién es el triunfador. Pero no es saludable, por anticipado, maniatar al elector o a los partidos contendientes proponiendo que no tengan la menor duda sobre la culminación del gran evento. Si los recursos de impugnación se hallan incluidos en nuestra legislación, es precisamente para garantizar el buen funcionamiento de la democracia en un Estado de Derecho.
En suma, no se debe confundir al pueblo, a la opinión pública, invocando por anticipado la inexistencia de un posible fraude y comprometiendo a los actores del proceso electoral en un pacto que les impida, si las circunstancias así lo reclamaran, recurrir a la ley. La civilidad es saber vivir en sociedad y no se vive en ella sin reglas y leyes. Pedir por anticipado que se renuncie a las mismas es tanto como pedir que se renuncie a la verdadera democracia.
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