CIRO MURAYAMA RENDÓN
Como es frecuente cuando se celebrarán elecciones, surge la inquietud ante la compra y coacción del voto. El que exista una profunda desigualdad, con amplias franjas de la población con enormes carencias, hace que nunca falte quien quiera aprovecharse y comprar voluntades ajenas; asimismo, los niveles de abuso de autoridad que se dan en el país podrían alertar sobre el riesgo de la coacción del voto. Al parecer son prácticas que han llegado a tentar a todos los partidos.
Conviene, entonces, tomar en serio el tema. Para empezar, entendiendo qué son y qué no la compra y coacción, conocer los antídotos para inhibirlas y ponderar qué tan factible es que puedan constituirse como prácticas generalizadas para alterar la voluntad popular. Vayamos por partes. La coacción implica que el elector, amenazado o atemorizado, por ejemplo por el patrón, decida cambiar el sentido de su voto. Ello implica que quien coaccione necesite identificar a un ciudadano que sea su subordinado y con clara preferencia por el partido “X”, y se ejerza tal presión sobre él para que termine votando por el partido “Z”.
La compra del voto, en cambio, por deleznable que resulte, implica cierto grado de “acuerdo” por parte del elector, que estuvo dispuesto a vender. Es una conducta reprochable pero a la que el ciudadano accedió al hacer de su voto una mercancía.
Tanto la compra como la coacción del voto son delitos en la legislación mexicana. Incluso, más que meras faltas administrativas sancionadas por la ley electoral, son conductas tipificadas en el Código Penal federal que merecen cárcel. Al ser delitos, la autoridad competente es el Ministerio Público, e incluso existe la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (Fepade). El IFE no es la autoridad encargada de sancionar la compra y coacción, al no ser MP ni policía, ni girar órdenes de aprensión. La responsabilidad es de la Fepade, por lo que resulta deseable y exigible que dicha fiscalía actúe sin titubeo alguno ante los intentos de compra y coacción del voto que se estén presentando y consigne a los responsables.
Lo que el IFE ha garantizado es el voto secreto, a través de mamparas de votación donde cabe sólo un elector, con cortinillas, para que se vote en privacidad, libre de presión.
Ahora bien, ¿qué tan factible es una operación a gran escala de compra de votos para alterar el resultado electoral? Hagamos un ejercicio simple. En la lista nominal hay casi 80 millones de mexicanos. Supongamos que salen a votar el domingo primero de julio 50 millones. Pues bien, para conseguir el 1% adicional de votos se requeriría comprar nada más y nada menos que a medio millón de personas. Ojo, no basta con dar dinero a los simpatizantes propios —pues ya se cuenta con su voto y sería un desperdicio de dinero— sino identificar con nombre y apellido a 500 mil personas que van a votar por otra opción. Luego hay que acercarse a ese medio millón y convencerles, uno a uno, de vender su voto por, digamos, 200 pesos (seguramente se necesitaría una suma mayor, pero sigamos con el ejemplo). Comprar medio millón de voluntades a 200 pesos implica disponer, en efectivo, de la friolera de 100 millones de pesos. Además habría que repartir los 100 millones mano a mano, a escondidas, a ciudadanos que hoy piensan votar por “A” para que voten por “B”. Ninguno de esos ciudadanos debería decir ni denunciar nada para que la operación funcionase. En un país donde no es posible guardar un secreto entre tres, imagínense entre medio millón. Y todo ese esfuerzo, imposible en realidad, para ganar apenas el 1% de los votos.
Sin duda, la compra y coacción se pueden presentar, sobre todo en el ámbito municipal, en espacios geográficos acotados. Es preciso denunciar y exigir que las autoridades competentes sancionen. Pero al mismo tiempo es indispensable no exagerar: todos sabemos que millones y millones de mexicanos votan en libertad, y que ellos definirán la elección del primero de julio.
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