PEDRO SALAZAR UGARTE
La defección era cosa anunciada. Cansado de las denuncias por las violaciones de los derechos humanos en su país, el caudillo respondió: “Ya basta, hasta cuándo, hasta cuándo nosotros vamos a estar con esa espada de Damocles”.
Su embajador ante la OEA anunció el tono del escape: a la Comisión y a la Corte (Interamericanas de Derechos Humanos) “prácticamente las controla una mafia internacional que se recicla entre sí y que responde a los intereses de la política hegemónica de Estados Unidos hacia la región”, dijo perentorio.
Hugo Chávez y su personero, Roy Chaderton, cumplieron la advertencia hace unos días cuando los legisladores oficialistas votaron una moción para —según dijo el presidente— afianzar “la plena independencia nacional”.
Venezuela rompió con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos con la rapidez y la fluidez con la que acontecen las cosas en las autocracias; sin discusión, sin contrapesos y sin controles.
El problema del derecho internacional es que no tiene dientes, advierten los profesores a los alumnos en las facultades de derecho. Para algunos ni siquiera es un sistema jurídico en sentido estricto porque le falta una pieza fundamental: la capacidad coactiva.
Esto es inexacto porque, al menos en materia de derechos humanos, los sistemas normativos y las instituciones internacionales han adquirido una autoridad real.
Existen instancias que sí tienen capacidad punitiva, como la Corte Penal Internacional, que juzga y sentencia a los perpetradores de genocidios, delitos de guerra o actos de lesa humanidad.
Pero, incluso cuando carecen de potestades coercitivas, las Comisiones y Cortes internacionales adoptan resoluciones que suelen ser atendidas por los Estados denunciados.
En esos casos la legitimidad de la agenda de los derechos humanos compensa las limitaciones estructurales del derecho internacional (y los errores —que también los hay— de los funcionarios internacionales).
Por eso es tan delicada la movida chavista. Su apuesta es socavar la credibilidad de un sistema construido con mucho esfuerzo para prevenir, denunciar y castigar las violaciones de derechos.
El Sistema Interamericano, hoy, es una válvula de seguridad para la democracia y sirve como un antídoto contra las regresiones autoritarias. En su génesis está la tesis —que sostenía Bobbio— de que los derechos, la democracia y la paz son tres eslabones de un mismo movimiento histórico.
Desde esta perspectiva la decisión del gobierno venezolano no es sorprendente: Venezuela tiene tiempo que dejó de ser una democracia y al gobernante le importan cada vez menos las apariencias.
De ahí lo preocupante de su acción. Chávez golpea a la Comisión Interamericana porque le estorban sus resoluciones pero también porque calcula que es un buen momento para hacerlo.
El caudillo ha olfateado la debilidad financiera y política que aqueja a las instituciones interamericanas y, también, la veleidad de las democracias en el continente.
La decisión de Chávez nos incumbe a los mexicanos porque el Sistema Interamericano es un ancla fundamental para contener el avance de los horrores que nos amenazan.
En años recientes algunas sentencias de la Corte Interamericana han abonado a la consolidación democrática. Dichas resoluciones no han transformado a la realidad porque la fuerza del derecho es limitada, pero han sido un azadón para los defensores de los derechos humanos en el país.
Y lo cierto es que el gobierno mexicano ha respetado y acatado esa sinergia entre defensores nacionales y juzgadores internacionales. Calderón metió al país en la espiral de violencia en la que estamos, pero mantiene firmes los compromisos internacionales.
De hecho, aunque parezca extraño, México se ha convertido en un importante aliado del Sistema Interamericano. Resulta paradójico, pero es cierto.
Una verdad que nos ofrece perspectiva, que honra la política exterior del gobierno en esa materia y que obliga a denunciar la afrenta chavista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario