El hartazgo difuso respecto al empleo irresponsable del poder ha desencadenado el debate sobre la anulación del voto. En el río revuelto de la indignación surgen las redes de quienes quisieran adelgazar aún más al Estado y los promotores de la amnesia sobre la ilegitimidad, los excesos y las torpezas del morador de Los Pinos.
Hace seis años Fox orquestó el descrédito contra un Congreso limitante de sus reformas “estructurales” y pidió “quitarle el freno al cambio”. Estrategia para apuntalar al partido del gobierno en las urnas, fracasada, que lo arrojó al contubernio con Madrazo a fin de urdir y ejecutar el desafuero de López Obrador.
En los sistemas presidenciales, las elecciones intermedias son instrumento de control democrático sobre el Ejecutivo. Ratifican una mayoría, la ajustan o la revierten y obligan a un cambio de política. Trance en el que, por ejemplo, Obama se verá el año próximo.
El carácter hegemónico del régimen mexicano las volvía casi inútiles y de ahí el abstencionismo. En 1997 nos propusimos arrancar la mayoría al Presidente y lo logramos. El mecanismo se pervirtió después, por la turbia alianza PAN-PRI, que no permite discernir si éste es socio del gobierno, oposición o todo lo contrario.
Cuando el drama nacional debiera otorgar a los comicios un sentido plebiscitario, a efecto de construir un nuevo bloque mayoritario, surge la iniciativa de descalificarlos. Es vasto el desprestigio del sistema de partidos, pero más aún el fracaso de la transición, la podredumbre del régimen, la catástrofe económica y el aberrante predominio de los poderes fácticos.
Tachar a los candidatos entraña un desahogo moral del que no se sigue proyecto político alguno. Es una reprobación genérica que elude la rendición de cuentas: las denuncias contra ex presidentes, las complicidades con el narcotráfico, la defraudación electoral, la incuria infanticida, el estado de sitio, la demagogia sanitaria y el lamentable desempeño de la cámara saliente.
Anular significa “dejar sin fuerza”, “suspender” o “desautorizar”. ¿A quiénes? ¿A los que todavía no son electos? Una suerte de aborto representativo alentado —en muchos casos— por los defensores del “derecho a la vida”. ¿No sería más consecuente revocar el mandato de quienes han fallado y comenzar así la demolición del castillo de la impunidad?
Conspicuos “anulistas” rescatan asignaturas de la reforma del Estado, según preferencias ideológicas, pero sin reclamo por el abandono del conjunto. ¿A quiénes exigiremos la introducción de cambios legales? ¿A legisladores fantasmas? O bien a los aparatos políticos y las cúpulas que saldrían beneficiadas con la operación.
La flecha va contra los partidos emergentes: a mayor número de votos nulos menor proporción de sufragios repartibles. Una revancha además de las televisoras, que ocuparían el espacio de las instituciones constitucionales, dictarían agendas y ahogarían la diversidad ciudadana.
Tenemos que encontrar la salida del callejón. El sistema electoral se ha corrompido y son inocultables los vicios de la partidocracia. Debilitar la legitimidad republicana sería pavimentar el camino del fascismo. Lo sensato es fortalecer el Congreso para equilibrar los poderes; lo absurdo, pretender la recomposición del Estado fallido con candidatos fallidos.
Queda un tiempo angustioso para reconstruir el Estado. Apostar a un movimiento insurgente sería suicida. Generar mejor un movimiento social capaz de modificar el rumbo sin arrollar la precaria institucionalidad. Devolver a los ciudadanos el ejercicio de la soberanía por la liberación de los medios de comunicación y la implantación de la democracia directa.
Requerimos acciones de aliento para evitar el colapso del bicentenario. Llamar el 1 de diciembre a un referendo revocatorio —o anulatorio— de Felipe Calderón y convocar la Asamblea Constituyente del 2010. A grandes males, iniciativas mayores.
Hace seis años Fox orquestó el descrédito contra un Congreso limitante de sus reformas “estructurales” y pidió “quitarle el freno al cambio”. Estrategia para apuntalar al partido del gobierno en las urnas, fracasada, que lo arrojó al contubernio con Madrazo a fin de urdir y ejecutar el desafuero de López Obrador.
En los sistemas presidenciales, las elecciones intermedias son instrumento de control democrático sobre el Ejecutivo. Ratifican una mayoría, la ajustan o la revierten y obligan a un cambio de política. Trance en el que, por ejemplo, Obama se verá el año próximo.
El carácter hegemónico del régimen mexicano las volvía casi inútiles y de ahí el abstencionismo. En 1997 nos propusimos arrancar la mayoría al Presidente y lo logramos. El mecanismo se pervirtió después, por la turbia alianza PAN-PRI, que no permite discernir si éste es socio del gobierno, oposición o todo lo contrario.
Cuando el drama nacional debiera otorgar a los comicios un sentido plebiscitario, a efecto de construir un nuevo bloque mayoritario, surge la iniciativa de descalificarlos. Es vasto el desprestigio del sistema de partidos, pero más aún el fracaso de la transición, la podredumbre del régimen, la catástrofe económica y el aberrante predominio de los poderes fácticos.
Tachar a los candidatos entraña un desahogo moral del que no se sigue proyecto político alguno. Es una reprobación genérica que elude la rendición de cuentas: las denuncias contra ex presidentes, las complicidades con el narcotráfico, la defraudación electoral, la incuria infanticida, el estado de sitio, la demagogia sanitaria y el lamentable desempeño de la cámara saliente.
Anular significa “dejar sin fuerza”, “suspender” o “desautorizar”. ¿A quiénes? ¿A los que todavía no son electos? Una suerte de aborto representativo alentado —en muchos casos— por los defensores del “derecho a la vida”. ¿No sería más consecuente revocar el mandato de quienes han fallado y comenzar así la demolición del castillo de la impunidad?
Conspicuos “anulistas” rescatan asignaturas de la reforma del Estado, según preferencias ideológicas, pero sin reclamo por el abandono del conjunto. ¿A quiénes exigiremos la introducción de cambios legales? ¿A legisladores fantasmas? O bien a los aparatos políticos y las cúpulas que saldrían beneficiadas con la operación.
La flecha va contra los partidos emergentes: a mayor número de votos nulos menor proporción de sufragios repartibles. Una revancha además de las televisoras, que ocuparían el espacio de las instituciones constitucionales, dictarían agendas y ahogarían la diversidad ciudadana.
Tenemos que encontrar la salida del callejón. El sistema electoral se ha corrompido y son inocultables los vicios de la partidocracia. Debilitar la legitimidad republicana sería pavimentar el camino del fascismo. Lo sensato es fortalecer el Congreso para equilibrar los poderes; lo absurdo, pretender la recomposición del Estado fallido con candidatos fallidos.
Queda un tiempo angustioso para reconstruir el Estado. Apostar a un movimiento insurgente sería suicida. Generar mejor un movimiento social capaz de modificar el rumbo sin arrollar la precaria institucionalidad. Devolver a los ciudadanos el ejercicio de la soberanía por la liberación de los medios de comunicación y la implantación de la democracia directa.
Requerimos acciones de aliento para evitar el colapso del bicentenario. Llamar el 1 de diciembre a un referendo revocatorio —o anulatorio— de Felipe Calderón y convocar la Asamblea Constituyente del 2010. A grandes males, iniciativas mayores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario