Como se ha podido ver en las últimas semanas, hay en curso una campaña, en parte orquestada y, en parte, espontánea, en contra del voto. Casi no se ha llegado a repudiar el voto sino que, más bien, se da un tumulto de razones por las cuales se nos dice que se va a anular el voto y, para ello, hay una inventiva verdaderamente notable de iniciativas sobre cómo hacerlo. Las razones de ello son casi siempre las mismas: la política está podrida y los partidos políticos son sólo instrumentos en manos de logreros que no buscan más que acomodarse en las esferas del poder.
Es curioso observar cómo casi nadie llama al abstencionismo sino, más bien, a votar anulando el voto. Eso ya es algo. Es bueno que estos anuladores acepten que votar es algo que tiene que hacerse, aunque se anule el voto.
En esta balumba de ideas, sentires y resentimientos, desde luego, se extraña y mucho el buen juicio. Nadie se ha preocupado por explicar la naturaleza política (constitucional) y jurídica del voto ciudadano; nadie ha hecho la menor referencia a la relación del voto con la conformación del poder del Estado (las instituciones nacen de la voluntad popular); nadie se ha hecho cargo del hecho de que el orden institucional se apuntala en el consenso popular o deja de existir.
Nuestra Constitución, siguiendo la de 1857, estipula en su artículo 35 que es una prerrogativa (gracia, privilegio) del ciudadano votar y ser votado y el 36, que es una obligación votar y desempeñar los cargos para los que el voto popular le ha designado. Todo esto tiene un profundo sentido y un significado que, por lo general y por desgracia, el ciudadano común no entiende ni recibe ninguna orientación de quienes deberían dársela. En nuestro orden constitucional el ciudadano es definido como un constructor o, mejor, como un edificador permanente del Estado, precisamente, por el ejercicio de su voto.
No se trata sólo de darle algo a algún partido o a un candidato. Hay mucho más en ese acto ciudadano. En el 39 constitucional se dan todas las razones. La soberanía nacional reside en el pueblo. Es, así, soberanía popular. El pueblo es el conjunto de los ciudadanos, el cuerpo político, como lo definió Rousseau, y tiene una obligación que es, a la vez, una prerrogativa: la de organizar al Estado para que gobierne a todos los mexicanos, ciudadanos y no ciudadanos, buscando su bienestar. El conjunto de todos los mexicanos es la nación; el pueblo está formado sólo por aquellos mexicanos que pueden ser ciudadanos. Y sólo tiene un medio para llevar a cabo esa tarea: el voto personal de sus integrantes.
En cualquier sociedad compleja es imposible que todos gobiernen. Ni siquiera en las pequeñas ciudades griegas antiguas era posible eso. Se debe elegir a los que deben hacerlo. En un Estado como el nuestro el voto popular es el origen de todos los cargos de representación y de gobierno. Tampoco se puede elegir a todos los que hacen esas tareas. Se elige al Presidente, pero él designa a sus colaboradores. No elegimos a los ministros de la Suprema Corte, pero elegimos a los que los eligen, el Presidente y los senadores. Toda la pirámide del poder y de la administración de la República comienza con el voto ciudadano. Si no hay elección ciudadana no hay Estado ni tampoco una sociedad organizada.
La responsabilidad del votante es múltiple y variopinta. Todo depende de él. ¿Por qué tenemos tan malos gobiernos? No todo es responsabilidad de los políticos. De hecho el mayor responsable del mal gobierno es el ciudadano que ha elegido con su voto a quienes hoy tan mal lo gobiernan. Los políticos fueron puestos donde están, haciendo todo tan mal, por los que votaron por ellos y que ahora simplemente los repudian y juran que ya no votarán. Fue muy divertido ver a toda una legión de electores que eligieron a Fox declararse arrepentidos de lo que habían hecho, muchos, haciendo uso de su llamado “voto útil”. Ahora es también de dar risa cómo los que están llamando a no votar o a anular el voto también votaron por los panistas.
No se cómo a Ackerman se le ha ocurrido escribir que “el acto de votar es irracional”. En la política moderna no hay acto más racional que el de votar, porque se supone, aunque sólo sea un postulado, que el ciudadano sabe lo que está haciendo. Tampoco se entiende cómo un constitucionalista del calibre de mi amigo Diego Valadés está llamando a anular el voto porque, según declaró al noticiero Milenio, “los partidos anularon nuestro voto con su actuación”.
Los partidos son lo que nosotros hacemos de ellos y siempre lo hacemos con nuestro voto. En todo caso y visto que la obligatoriedad de votar que impone el 36 constitucional no está reglamentada ni se sanciona, creo que todo mundo tiene el soberano derecho de hacer lo que le plazca con su voto.
Sería bueno, empero, que dentro de algunos años no se vuelvan a lamentar por el malísimo uso que le dieron a su voto. Ya Octavio Rodríguez Araujo, en su artículo del 4 de junio, expuso todas las razones dables para mostrar el absurdo de votar sin votar. Pero no se trata sólo de eso. Los pocos que van a votar como les dicte su conciencia, desde luego, son los que van a decidir cómo será el Estado en los próximos tres años. Y está clarísimo que quienes están alentando la campaña de votar sin votar son los sectores de la extrema derecha, porque son los que más temen al voto ciudadano. Jamás olvidarán el 2006, cuando su poder estuvo a punto de derrumbarse.
Hay que observar, además, que esa campaña está toda dirigida contra la reforma electoral de 2007. No hay argumento que pretenda darse pujos de seriedad que no mencione la “traición” de los partidos (el PRI y el PRD, pero también el PAN) al aprobar esa reforma y “destruir” la sacrosanta libertad de expresión, que, para ellos, consiste en dejar que los monopolios televisivos se llenen los bolsillos con el abundante dinero del pueblo que se asigna a los partidos.
Es por eso, fundamentalmente, que se repudia a los partidos y a la “clase política”, no porque sean corruptos, que lo son todos en menor o mayor cuantía, sino por “traidores”. Así es la derecha y ésta no suele olvidar tan fácilmente.
Que sólo se puede elegir entre todo lo malo que hay, pues así es la vida. Que nos digan en que parte del mundo los candidatos a puestos de elección popular son querubines y no hombres viles de carne y hueso.
¿Quieren controlar a los partidos y a los políticos? Entonces, ¿por qué se resisten a implantar figuras democráticas como el plebiscito, el referéndum o la revocación del mandato? En eso, los ciudadanos tendrán siempre la palabra.
Es curioso observar cómo casi nadie llama al abstencionismo sino, más bien, a votar anulando el voto. Eso ya es algo. Es bueno que estos anuladores acepten que votar es algo que tiene que hacerse, aunque se anule el voto.
En esta balumba de ideas, sentires y resentimientos, desde luego, se extraña y mucho el buen juicio. Nadie se ha preocupado por explicar la naturaleza política (constitucional) y jurídica del voto ciudadano; nadie ha hecho la menor referencia a la relación del voto con la conformación del poder del Estado (las instituciones nacen de la voluntad popular); nadie se ha hecho cargo del hecho de que el orden institucional se apuntala en el consenso popular o deja de existir.
Nuestra Constitución, siguiendo la de 1857, estipula en su artículo 35 que es una prerrogativa (gracia, privilegio) del ciudadano votar y ser votado y el 36, que es una obligación votar y desempeñar los cargos para los que el voto popular le ha designado. Todo esto tiene un profundo sentido y un significado que, por lo general y por desgracia, el ciudadano común no entiende ni recibe ninguna orientación de quienes deberían dársela. En nuestro orden constitucional el ciudadano es definido como un constructor o, mejor, como un edificador permanente del Estado, precisamente, por el ejercicio de su voto.
No se trata sólo de darle algo a algún partido o a un candidato. Hay mucho más en ese acto ciudadano. En el 39 constitucional se dan todas las razones. La soberanía nacional reside en el pueblo. Es, así, soberanía popular. El pueblo es el conjunto de los ciudadanos, el cuerpo político, como lo definió Rousseau, y tiene una obligación que es, a la vez, una prerrogativa: la de organizar al Estado para que gobierne a todos los mexicanos, ciudadanos y no ciudadanos, buscando su bienestar. El conjunto de todos los mexicanos es la nación; el pueblo está formado sólo por aquellos mexicanos que pueden ser ciudadanos. Y sólo tiene un medio para llevar a cabo esa tarea: el voto personal de sus integrantes.
En cualquier sociedad compleja es imposible que todos gobiernen. Ni siquiera en las pequeñas ciudades griegas antiguas era posible eso. Se debe elegir a los que deben hacerlo. En un Estado como el nuestro el voto popular es el origen de todos los cargos de representación y de gobierno. Tampoco se puede elegir a todos los que hacen esas tareas. Se elige al Presidente, pero él designa a sus colaboradores. No elegimos a los ministros de la Suprema Corte, pero elegimos a los que los eligen, el Presidente y los senadores. Toda la pirámide del poder y de la administración de la República comienza con el voto ciudadano. Si no hay elección ciudadana no hay Estado ni tampoco una sociedad organizada.
La responsabilidad del votante es múltiple y variopinta. Todo depende de él. ¿Por qué tenemos tan malos gobiernos? No todo es responsabilidad de los políticos. De hecho el mayor responsable del mal gobierno es el ciudadano que ha elegido con su voto a quienes hoy tan mal lo gobiernan. Los políticos fueron puestos donde están, haciendo todo tan mal, por los que votaron por ellos y que ahora simplemente los repudian y juran que ya no votarán. Fue muy divertido ver a toda una legión de electores que eligieron a Fox declararse arrepentidos de lo que habían hecho, muchos, haciendo uso de su llamado “voto útil”. Ahora es también de dar risa cómo los que están llamando a no votar o a anular el voto también votaron por los panistas.
No se cómo a Ackerman se le ha ocurrido escribir que “el acto de votar es irracional”. En la política moderna no hay acto más racional que el de votar, porque se supone, aunque sólo sea un postulado, que el ciudadano sabe lo que está haciendo. Tampoco se entiende cómo un constitucionalista del calibre de mi amigo Diego Valadés está llamando a anular el voto porque, según declaró al noticiero Milenio, “los partidos anularon nuestro voto con su actuación”.
Los partidos son lo que nosotros hacemos de ellos y siempre lo hacemos con nuestro voto. En todo caso y visto que la obligatoriedad de votar que impone el 36 constitucional no está reglamentada ni se sanciona, creo que todo mundo tiene el soberano derecho de hacer lo que le plazca con su voto.
Sería bueno, empero, que dentro de algunos años no se vuelvan a lamentar por el malísimo uso que le dieron a su voto. Ya Octavio Rodríguez Araujo, en su artículo del 4 de junio, expuso todas las razones dables para mostrar el absurdo de votar sin votar. Pero no se trata sólo de eso. Los pocos que van a votar como les dicte su conciencia, desde luego, son los que van a decidir cómo será el Estado en los próximos tres años. Y está clarísimo que quienes están alentando la campaña de votar sin votar son los sectores de la extrema derecha, porque son los que más temen al voto ciudadano. Jamás olvidarán el 2006, cuando su poder estuvo a punto de derrumbarse.
Hay que observar, además, que esa campaña está toda dirigida contra la reforma electoral de 2007. No hay argumento que pretenda darse pujos de seriedad que no mencione la “traición” de los partidos (el PRI y el PRD, pero también el PAN) al aprobar esa reforma y “destruir” la sacrosanta libertad de expresión, que, para ellos, consiste en dejar que los monopolios televisivos se llenen los bolsillos con el abundante dinero del pueblo que se asigna a los partidos.
Es por eso, fundamentalmente, que se repudia a los partidos y a la “clase política”, no porque sean corruptos, que lo son todos en menor o mayor cuantía, sino por “traidores”. Así es la derecha y ésta no suele olvidar tan fácilmente.
Que sólo se puede elegir entre todo lo malo que hay, pues así es la vida. Que nos digan en que parte del mundo los candidatos a puestos de elección popular son querubines y no hombres viles de carne y hueso.
¿Quieren controlar a los partidos y a los políticos? Entonces, ¿por qué se resisten a implantar figuras democráticas como el plebiscito, el referéndum o la revocación del mandato? En eso, los ciudadanos tendrán siempre la palabra.
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