sábado, 13 de junio de 2009

LA MUERTE DE JOSAFAT

PORFIRIO MUÑOZ LEDO

Alguna vez preguntaron a Javier Wimer por qué nunca había escrito sobre mí: respondió que era demasiado cercano para poder hacerlo. A mí me ocurre lo mismo, pero no debo callar. Fue mi más entrañable amigo y el componente esencial de nuestra generación, porque nos comprendió a todos en vida y a todos nos convocó en su muerte.
Inteligencia crítica, saberes penetrantes, sarcasmo generoso, patriotismo medular, orgullo irreductible, lealtad sin fisuras y vocación lúdica para tejer en la amistad las redes posibles de una sociedad en extinción. Personaje transgeneracional. El hogar de su madre, la poetisa Esperanza Zambrano, custodiaba la memoria del actor del cine mudo Miguel Wimer. Era una colmena abigarrada de artistas, escritores y periodistas de un México cosmopolita y legendario: el que acogiera a León Trotsky, entre otros ilustres asilados. Pronto se convirtió en la pista del despegue cultural de nuestra adolescencia.
Para muchos, Javier fue la prosa más estricta de nuestro entorno. Su obsesivo perfeccionismo y la pluralidad de sus quehaceres acotaron infortunadamente esa promesa. Produjo sin embargo artículos, ensayos, notas, prólogos y antologías memorables que atestiguan una visión afilada del mundo. Altas esferas del gobierno y la diplomacia se nutrieron además de su pluma contundente y su rigor conceptual.
Se le recordará por su obra editorial. La revista Nueva Política carece de parangón. Sus números sobre el fascismo en América, el sistema mexicano, el Estado y la televisión, el orden internacional y el marxismo contemporáneo son asombrosos por su calidad y vigencia. Por otra parte, los volúmenes sobre el galeón del Pacífico, Mezcala, el pirata Malaspina, Santa Prisca y Xochicalco son prodigio de equilibrio entre sensibilidad plástica y entendimiento de la historia.
La pasión política lo acosó y le otorgó con los años un eje vital. Dirigente juvenil de primera línea, presidió la Comisión Estudiantil para la Reforma Universitaria. Su incidencia en la función pública no fue efímera ni tangencial. Comenzó —como hombre de letras— por el Servicio Exterior. Luminoso enviado cultural en Costa Rica y Argentina, esmerado director del archivo histórico de la Cancillería y embajador integral en los años postreros de la antigua Yugoslavia.
Juntos emprendimos creativas encomiendas: la cultura para los trabajadores y la coordinación audiovisual del sistema educativo. Luego fungió como subsecretario de Gobernación responsable de comunicación social y presidente de la Comisión del Libro de Texto Gratuito. Sus tareas crecieron o se extinguieron en la medida de los espacios a personalidades progresistas durante las etapas postreras del viejo régimen.
Dos fueron nuestras conversaciones finales: el recuerdo intacto de nuestra estadía en Europa y —como insignia— el descubrimiento de Italia, el Adriático y los Balcanes. La última, el amargo reconocimiento de la decadencia implacable del país. Su dramática interrogante: ¿quiénes fuimos y para qué servimos? Su infinito desprecio por la derecha gobernante y la convicción —nunca antes expresada— de que nuestra corriente intelectual y política fue la última oportunidad viable de la izquierda para transformar a México, como nos lo prometimos en la juventud.
Sin reproches ni nostalgias, la certidumbre del fracaso histórico de la generación del Medio Siglo, con independencia de sus hazañas individuales. La dispersión del talento y la resaca alevosa de la ignorancia y el despojo. Se dejó morir con reciedumbre y hasta recóndita alegría. Por eso su despedida fue flor y canto.
Las mujeres de su tribu distribuyeron un cuento inédito: “Josafat”. La historia de un ogro que se dulcificó por el contacto con hembras transmutadas en animales y provocó la ruina de su feroz dinastía. Finalmente, el único triunfo plausible: el amor. Pensamos que nuestro hermano volvió a nacer este 5 de junio a las 11 horas.

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