miércoles, 17 de junio de 2009

DEBATES Y DEMOCRACIA

LORENZO CÓRDOVA VIANELLO

Los debates son un fenómeno típicamente democrático. En los sistemas políticos de democracia consolidada la cultura de la discusión pública está profundamente arraigada y difundida. Resulta algo cotidiano el que, de cara a la decisión sobre algún tema de relevancia colectiva que se discuta en el Parlamento o que deba enfrentar el gobierno, se multipliquen los espacios de discusión pública entre los diversos actores involucrados. Y no hablo sólo de los periodos electorales. En todo momento, cuando el hecho lo amerita, es frecuente ver que los medios abren verdaderos espacios de discusión y confrontación de ideas.
De hecho, existen países en donde programas radiofónicos o televisivos hacen del debate su razón de ser, como el caso del exitoso programa italiano Porta a porta, conducido por Bruno Vespa, en el que semana a semana es recurrente ver sentados juntos al primer ministro en turno con el (o los) líder(es) de la oposición discutiendo sobre los más variados temas de la política, la economía y los problemas de la sociedad.
En México, la figura del debate se instaló tibiamente entre nosotros como producto de la transición y casi exclusivamente en los contextos electorales. Hace 15 años, en las elecciones presidenciales de 1994, tuvimos un primer experimento. Desde entonces, en cada proceso para renovar la Presidencia de la República se han venido repitiendo esos encuentros acartonados que se asemejan más a un interminable spot de decenas de minutos por participante, que no a un espacio de confrontación de los diversos diagnósticos sobre la situación y necesidades del país, así como de las propuestas para enfrentarlas.
Los debates así entendidos terminan por desnaturalizarse, adquieren un peso desproporcionado y se vuelven un mero instrumento de estrategia electoral, de cálculo político, y no de discusión de cara al público de distintas posiciones políticas.
Un debate, cuando es serio, se convierte en un mecanismo poderosísimo de información para el ciudadano que lo presencia, permite que las posturas de los actores políticos se socialicen y contribuye a la formación de una verdadera opinión pública. Y tiene un impacto benéfico aún mayor cuando no sólo circunscribe a un contexto electoral y gira sólo en torno a las plataformas políticas de los partidos, sino cuando se discuten permanentemente los problemas de la sociedad.
El carácter extraordinario de la cultura del debate político tiene sus consecuencias: la nuestra es una sociedad epidérmica que termina por ser más sensible a la descalificación que a los argumentos. La responsabilidad, en ese sentido, es de todos, de los políticos, por supuesto, pero también de los académicos, de los analistas (expertos en todo y nada) y de los medios de comunicación, más interesados en la estridencia que en la sustancia. Toda generalización es mala, me hago cargo de ello, pero creo que la precariedad del debate público es algo que nos involucra a todos.
Hoy el tema se plantea, una vez más, en el contexto electoral a propósito del debate que han organizado los dirigentes del PAN y del PRI. Se trata, una vez más, de un acto esporádico y, en esta ocasión, también excluyente de los otros contendientes. Eso no sería raro si este fuera uno más de los debates en la elección; sería natural que dos contendientes que encabezan las preferencias electorales quisieran confrontarse sólo entre ellos. Pero dado que se trata de un único evento de esa naturaleza, supone inevitablemente una merma importantísima en términos de la equidad entre los contendientes.
Resulta comprensible la protesta que algunos partidos (el PRD y el PSD, esencialmente) plantearon, y que el secretario ejecutivo del IFE hizo suya, exigiendo que la CIRT no transmitiera el debate.
Pero eso es, simplemente, la consecuencia de una falta de cultura del debate que sigue siendo uno de los grandes pendientes de nuestro incipiente sistema democrático.

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