La democracia es, entre otras cosas, ampliación de derechos para los miembros de una sociedad. En ese sentido, la democratización de un sistema político se produce a partir de grandes o modestos procesos de inclusión del mayor número de personas en la toma de decisiones. Así, la conquista del voto por las mujeres, los jóvenes y por cualquier grupo segregado, es producto de los diversos procesos de democratización que frecuentemente se desarrollan en una sociedad.
México no ha sido la excepción. En los años cincuenta del siglo XX, las mujeres alcanzaron el derecho al voto, mientras que los jóvenes mayores de 18 años lo obtuvieron en los setentas. Más adelante, en los noventa, a principios del siglo XXI, se debatió y finalmente se adoptó una modalidad (si bien limitada) de participación electoral de los mexicanos residentes en el extranjero.
Todas esas ampliaciones del derecho a votar formaron parte de las oleadas de democratización que vivió nuestro país durante buena parte de su historia reciente. Fueron necesarias reformas constitucionales y nuevos ordenamientos legales para darle cause a esos procesos de ampliación de derechos y, en consecuencia, de democratización de nuestro sistema político.
Ha habido otros procesos que también han representado incorporación de grupos antes marginados de la participación electoral, que se han llevado a cabo sin que hayan implicado grandes reformas al marco legal, sino simplemente esfuerzos de diseño y operativos de parte de las autoridades electorales.
He tenido el privilegio de estar cerca de algunos de esos procesos de ampliación de derechos y, por ese motivo, mucho agradezco la oportunidad de compartir algunos detalles de esas historias. Cuando llegué a la Dirección Ejecutiva de Organización Electoral del IFE, en diciembre de 1996, recibí la solicitud de una asociación de invidentes para poder votar de manera directa en boletas que tuvieran el sistema braille de escritura. El fundamento de su solicitud era sencillo e irrefutable. La legislación electoral vigente desde entonces, define al voto como universal, libre, secreto, directo, personal e intransferible. Evidentemente, a pesar de que la propia ley establece que las personas con discapacidad que no puedan votar se pueden asistir por una persona de su confianza, la solicitud debía ser, desde mi punto de vista, satisfecha. No fue posible, los técnicos del IFE y de Talleres Gráficos argumentaron que resultaba imposible incluir el sistema dactilar de lectura que conocen los invidentes en las boletas electorales, pues por su espesor, al apilarse ese sistema dejaría de ser efectivo.
Me quedé con el reto de encontrar alguna solución a la solicitud, que desde mi punto de vista debía satisfacerse. Un par de años después, como Consejero Electoral del naciente Instituto Electoral del Distrito Federal, impulsé la realización de una investigación que permitiera resolver satisfactoriamente el problema. En la Dirección Ejecutiva de Organización Electoral se elaboró una propuesta que logró dar con la solución. Se diseñó lo que ahora se conoce como mascarilla braille, que consiste en una cartulina con huecos que coinciden con los emblemas de los partidos políticos en la boleta electoral y que cuenta con la escritura que reconocen los invidentes.
Así, por primera ocasión en 2000, los invidentes en la Ciudad de México tuvieron a su disposición una herramienta que les permitió votar de manera personal y directa. Ese avance se generalizó para todo el país a partir de 2003, cuando el IFE adoptó la mascarilla braille.
Diversas autoridades electorales del país han impulsado nuevas soluciones para propiciar la participación electoral de las personas con discapacidad.
Se ha tratado de iniciativas que han ampliado el derecho del voto de ciudadanos que desde la discapacidad ahora forman parte activa de nuestra democracia.
México no ha sido la excepción. En los años cincuenta del siglo XX, las mujeres alcanzaron el derecho al voto, mientras que los jóvenes mayores de 18 años lo obtuvieron en los setentas. Más adelante, en los noventa, a principios del siglo XXI, se debatió y finalmente se adoptó una modalidad (si bien limitada) de participación electoral de los mexicanos residentes en el extranjero.
Todas esas ampliaciones del derecho a votar formaron parte de las oleadas de democratización que vivió nuestro país durante buena parte de su historia reciente. Fueron necesarias reformas constitucionales y nuevos ordenamientos legales para darle cause a esos procesos de ampliación de derechos y, en consecuencia, de democratización de nuestro sistema político.
Ha habido otros procesos que también han representado incorporación de grupos antes marginados de la participación electoral, que se han llevado a cabo sin que hayan implicado grandes reformas al marco legal, sino simplemente esfuerzos de diseño y operativos de parte de las autoridades electorales.
He tenido el privilegio de estar cerca de algunos de esos procesos de ampliación de derechos y, por ese motivo, mucho agradezco la oportunidad de compartir algunos detalles de esas historias. Cuando llegué a la Dirección Ejecutiva de Organización Electoral del IFE, en diciembre de 1996, recibí la solicitud de una asociación de invidentes para poder votar de manera directa en boletas que tuvieran el sistema braille de escritura. El fundamento de su solicitud era sencillo e irrefutable. La legislación electoral vigente desde entonces, define al voto como universal, libre, secreto, directo, personal e intransferible. Evidentemente, a pesar de que la propia ley establece que las personas con discapacidad que no puedan votar se pueden asistir por una persona de su confianza, la solicitud debía ser, desde mi punto de vista, satisfecha. No fue posible, los técnicos del IFE y de Talleres Gráficos argumentaron que resultaba imposible incluir el sistema dactilar de lectura que conocen los invidentes en las boletas electorales, pues por su espesor, al apilarse ese sistema dejaría de ser efectivo.
Me quedé con el reto de encontrar alguna solución a la solicitud, que desde mi punto de vista debía satisfacerse. Un par de años después, como Consejero Electoral del naciente Instituto Electoral del Distrito Federal, impulsé la realización de una investigación que permitiera resolver satisfactoriamente el problema. En la Dirección Ejecutiva de Organización Electoral se elaboró una propuesta que logró dar con la solución. Se diseñó lo que ahora se conoce como mascarilla braille, que consiste en una cartulina con huecos que coinciden con los emblemas de los partidos políticos en la boleta electoral y que cuenta con la escritura que reconocen los invidentes.
Así, por primera ocasión en 2000, los invidentes en la Ciudad de México tuvieron a su disposición una herramienta que les permitió votar de manera personal y directa. Ese avance se generalizó para todo el país a partir de 2003, cuando el IFE adoptó la mascarilla braille.
Diversas autoridades electorales del país han impulsado nuevas soluciones para propiciar la participación electoral de las personas con discapacidad.
Se ha tratado de iniciativas que han ampliado el derecho del voto de ciudadanos que desde la discapacidad ahora forman parte activa de nuestra democracia.
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