Desde hace varias semanas ha venido cobrando fuerza una postura que llama por no votar en las próximas elecciones, o bien por acudir a las urnas y anular el sufragio. La intención, se dice, es la de protestar por esa vía contra una clase política corrupta y contra partidos que son antidemocráticos en su vida interna, que en realidad no representan los intereses de los ciudadanos, y que están dirigidos por élites que con miradas cortoplacistas buscan sólo satisfacer sus ambiciones personales y de grupo.
Se dice también que ese voto de castigo es una manera para obligar a los políticos a hacerse cargo de su descrédito y a propiciar, en consecuencia, que volteen a ver a la sociedad y atiendan sus legítimos reclamos.
El llamado a no votar o a anular el voto no es algo nuevo. En naciones europeas en ocasiones se ha recurrido al “voto en blanco” como una medida de protesta contra la falta de alternativas políticas reales, como en el caso de Italia, donde el rechazo a Berlusconi, por un lado, y la incapacidad de la izquierda de articular un discurso coherente que se opusiera al del magnate televisivo llevaron a muchos a postular la anulación del voto.
Entiendo los argumentos de quienes buscan impulsar esta postura en México pero no los comparto por las siguientes razones fundamentales:
1. Porque con el diseño legal que tenemos actualmente no existe la posibilidad de distinguir el voto anulado con motivo de protesta de aquellos que suponen un mero error.
2. Porque no es cierto que todos los partidos sean iguales. Existe un evidente descontento hacia los políticos que cruza transversalmente las fronteras partidistas, pero también hay varios aspectos de crucial importancia social que los distinguen y que suponen posicionamientos diferentes en torno a temas como la despenalización del aborto, el modo de combatir al crimen organizado, la manera de enfrentar la crisis económica, el tipo de reforma fiscal que se plantea, la actitud frente a la desigualdad y la pobreza, etcétera.
3. Porque los órganos representativos (en este caso la Cámara de Diputados) se van a integrar en su totalidad, con independencia del número de abstenciones o de votos nulos, y nada garantiza que los partidos tomen nota del reclamo que se les pretende hacer con la anulación del sufragio. Es más, estoy convencido de que un elector que vota por un partido tiene más autoridad moral para reclamarle a éste o a sus representantes las razones y motivos de su actuación. A fin de cuentas, una baja votación no supone de ninguna manera que se incremente el principio de rendición de cuentas, al contrario.
4. Finalmente, y esta es mi razón más importante, el llamado a no votar o a anular el voto no hace otra cosa más que hacerle el juego, conscientemente o no, a las posturas encarnadas por los grandes grupos de interés económico y mediático, que desde hace años han venido construyendo un sistemático y ramplón discurso de descrédito de la política, de los políticos y de los partidos. Basta ver los noticiarios estelares de la televisión para entender el punto.
Detrás de ese discurso se esconden peligrosas pulsiones autoritarias. Se trata de aquellas voces que cotidianamente abonan al desprestigio de la política y del Estado (particularmente de los órganos legislativos) con la evidente intención de hacer prevalecer sus propios intereses. La debilidad institucional sólo conviene a unos cuantos: a aquellos que apuestan por la personalización de la política o a aquellos grupos de presión que buscan imponer su propia agenda. Al fin y al cabo, no hay que olvidar que sin partidos y sin parlamento la democracia se agota.
El reto que tenemos enfrente como sociedad es rehuir a las salidas falsas (como la abstención o la anulación del voto) y encontrar verdaderos mecanismos de exigencia (no sólo durante las elecciones, sino de manera permanente) para demandar a la clase política comportarse a la altura de los graves problemas por los que atraviesa el país.
Se dice también que ese voto de castigo es una manera para obligar a los políticos a hacerse cargo de su descrédito y a propiciar, en consecuencia, que volteen a ver a la sociedad y atiendan sus legítimos reclamos.
El llamado a no votar o a anular el voto no es algo nuevo. En naciones europeas en ocasiones se ha recurrido al “voto en blanco” como una medida de protesta contra la falta de alternativas políticas reales, como en el caso de Italia, donde el rechazo a Berlusconi, por un lado, y la incapacidad de la izquierda de articular un discurso coherente que se opusiera al del magnate televisivo llevaron a muchos a postular la anulación del voto.
Entiendo los argumentos de quienes buscan impulsar esta postura en México pero no los comparto por las siguientes razones fundamentales:
1. Porque con el diseño legal que tenemos actualmente no existe la posibilidad de distinguir el voto anulado con motivo de protesta de aquellos que suponen un mero error.
2. Porque no es cierto que todos los partidos sean iguales. Existe un evidente descontento hacia los políticos que cruza transversalmente las fronteras partidistas, pero también hay varios aspectos de crucial importancia social que los distinguen y que suponen posicionamientos diferentes en torno a temas como la despenalización del aborto, el modo de combatir al crimen organizado, la manera de enfrentar la crisis económica, el tipo de reforma fiscal que se plantea, la actitud frente a la desigualdad y la pobreza, etcétera.
3. Porque los órganos representativos (en este caso la Cámara de Diputados) se van a integrar en su totalidad, con independencia del número de abstenciones o de votos nulos, y nada garantiza que los partidos tomen nota del reclamo que se les pretende hacer con la anulación del sufragio. Es más, estoy convencido de que un elector que vota por un partido tiene más autoridad moral para reclamarle a éste o a sus representantes las razones y motivos de su actuación. A fin de cuentas, una baja votación no supone de ninguna manera que se incremente el principio de rendición de cuentas, al contrario.
4. Finalmente, y esta es mi razón más importante, el llamado a no votar o a anular el voto no hace otra cosa más que hacerle el juego, conscientemente o no, a las posturas encarnadas por los grandes grupos de interés económico y mediático, que desde hace años han venido construyendo un sistemático y ramplón discurso de descrédito de la política, de los políticos y de los partidos. Basta ver los noticiarios estelares de la televisión para entender el punto.
Detrás de ese discurso se esconden peligrosas pulsiones autoritarias. Se trata de aquellas voces que cotidianamente abonan al desprestigio de la política y del Estado (particularmente de los órganos legislativos) con la evidente intención de hacer prevalecer sus propios intereses. La debilidad institucional sólo conviene a unos cuantos: a aquellos que apuestan por la personalización de la política o a aquellos grupos de presión que buscan imponer su propia agenda. Al fin y al cabo, no hay que olvidar que sin partidos y sin parlamento la democracia se agota.
El reto que tenemos enfrente como sociedad es rehuir a las salidas falsas (como la abstención o la anulación del voto) y encontrar verdaderos mecanismos de exigencia (no sólo durante las elecciones, sino de manera permanente) para demandar a la clase política comportarse a la altura de los graves problemas por los que atraviesa el país.
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