La cena de Estado ofrecida a Felipe Calderón fue espléndida. Más de 300 invitados, traje de gala, menú con toques mexicanos; no faltaron los detalles significativos, entre ellos los adornos de mariposas monarca, símbolo de Michoacán, tierra del agasajado. La señal fue inconfundible: El presidente Obama quería mostrar su afecto por México, reiterar que apoya a sus vecinos, que aprecia las formas que son parte de la buena vecindad. Más allá de las formas, la sustancia fue poca. Las circunstancias no son propicias para construir, verdaderamente, una nueva etapa en la difícil relación entre México y Estados Unidos. Quizá hubiese sido posible tomar una ruta hacia la “relación especial” en sentido amplio hace poco más de un año, cuando Obama tenía todavía la gran popularidad con que llegó al poder y Felipe Calderón no atravesaba la mala racha en que se encuentra ahora. Los motivos para que la visita fuera tardía provienen, principalmente, de la apretada agenda de Obama y del hecho, ineludible, de que México no se encuentra en su agenda de prioridades, aunque sí en la de problemas que no se pueden descuidar y de alianzas simbólicas que se deben reafirmar. Esto último es aún más urgente en la medida en que la situación de seguridad en el país vecino es incierta y el perímetro de seguridad de Estados Unidos se extiende al territorio mexicano y más allá. La visita de Estado de Felipe Calderón a Washington llegó en momentos difíciles. Como señaló acertadamente en uno de sus artículos el New York Times (18/05), si se le veía preocupado, había razones para ello. Calderón llegó a Estados Unidos en momentos en que la violencia en México ha tocado el corazón mismo de su partido, cuando se ha iniciado la anunciada derrota en las elecciones para autoridades locales, preludio, opinan analistas y encuestas, de la derrota del PAN en la presidencial del 2012. También llegó el presidente a Washington en momentos en que la imagen de su gobierno proyecta problemas de credibilidad. Para empezar, hay dudas respecto a lo acertado de la estrategia seguida en el combate al crimen organizado, tema en que el gobierno calderonista ha colocado todas sus apuestas. Las dudas respecto al camino seguido se han generalizado al interior de México y en Estados Unidos. En aquel país acaba de diseñarse una estrategia que no coincide con los enfoques de México, sobre todo a nivel estatal, donde algunas entidades, como California, avanzan hacia la legalización de la mariguana. A las dudas sobre estrategias se unen dos preocupaciones que se expresan frecuentemente en medios de comunicación, análisis de expertos y comunicados de ONG: las muy serias deficiencias del sistema de administración de justicia en México y las violaciones recientes a los derechos humanos por parte del Ejército. Un botón de muestra de tales cuestionamientos fue el desplegado de la Oficina en Washington para Latinoamérica (WOLA, por sus siglas en inglés), publicado en el Washington Post (19/05). Para hacer más difícil el ambiente, poco antes de la visita se aprobó la ley SB 1070, que ha levantado reacciones airadas por su contenido racista, que polariza e inquieta profundamente por los efectos adversos sobre los derechos humanos de los trabajadores mexicanos en Arizona. Esta ley permea el ambiente de la relación México-Estados Unidos en su conjunto; como era de esperarse, hizo que el tema migratorio fuera el punto de discusión obligado durante la visita de Calderón, el que dominó los titulares y las entrevistas de televisión y el que llevó a subrayar los reclamos, cuando se anhelaba un buen ánimo para la construcción de puentes para el diálogo y la cooperación. Con tales antecedentes, la tarea de Calderón era, por una parte, evitar que la compleja relación con Estados Unidos, cuya intensidad no tiene paralelo con cualquier otra existente entre dos países (el número de cruces fronterizos por día entre México y Estados Unidos es el más alto del mundo), se viera reducida a los reclamos por la ley de Arizona o a los temas de seguridad fronteriza; por otra parte, mostrar una talla de estadista que permitiera infundir confianza en la conducción de un país que está en la mira por problemas de seguridad, de deficiencias en sus instituciones, de debilitamiento del partido en el poder. El momento clave para esto último fue el discurso en el Congreso, ante los responsables de decidir sobre los temas centrales para México, como son, entre otros: la entrada de los transportistas mexicanos, a la que tienen derecho de acuerdo con el TLCAN; los fondos de la Iniciativa Mérida, las disposiciones de una reforma migratoria, los fondos para la construcción de una “frontera inteligente”, las medidas para la venta de armas, etcétera. Tal discurso no fue una pieza oratoria convincente, entre otras cosas porque, fiel al estilo calderonista, se insistió en presentar como éxitos situaciones que no lo son. Es difícil creer que a través de tal discurso se logró convencer de que la estrategia en materia de crimen organizado es la correcta, de que las reformas estructurales necesarias en México se han realizado, de que el Programa Oportunidades está sacando a los mexicanos de la pobreza, de que la recuperación económica está asegurada y permitirá ofrecer empleo a los migrantes, y de que estamos a la cabeza de la lucha por el cambio climático. Mejor estructurado, buen ejemplo de un discurso útil para fijar derroteros hacia una mejor relación con Estados Unidos, fue el de llegada, aunque según informan el traductor se encargó de que no se entendiera en inglés. En resumen, una visita que no es el punto de transición requerido para encauzar por caminos más promisorios el problema más urgente de las relaciones exteriores de México: el entendimiento con Estados Unidos.
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