Es más fácil identificar una injusticia que un acto justo. Por un resorte similar, es menos azaroso ponernos de acuerdo sobre lo que está mal que sobre lo que es bueno, correcto o deseable. Nadie en su sano juicio quiere para sus seres queridos males como la enfermedad, el sufrimiento, el hambre, la miseria, la muerte. Pero, en contrasentido, cada quien tiene una concepción muy suya —y, por lo mismo, muy distinta— de lo que es bueno. Si regresamos al movedizo terreno de la justicia podemos decir que, en el extremo, todos somos capaces de señalar un hecho injusto (y, al menos en potencia, de indignarnos) pero nos cuesta más trabajo acordar con otros sobre las situaciones en las que se ha efectuado un acto justo. Pero entre las dos ecuaciones de esta afirmación existe una relación que facilita los acuerdos cuando se trata de constatar la venturosa verificación de lo segundo: sabemos que triunfa la justicia cuando se repara una situación que materializaba una injusticia.
Por eso ha sido motivo de celebración la liberación de Alberta Alcántara y de Teresa González. El caso, como lo advirtió con claridad el ministro Zaldívar, “olía a injusticia” porque “se percibía que era altamente probable que dos indígenas mexicanas estaban en prisión desde hace casi cuatro años, de manera injusta”. Las palabras e indignación de este juez se reprodujeron en diversos medios de comunicación y, con razón y para bien, fueron generando un espontáneo y festivo consenso. ¿Cómo podía ser de otra manera? A diferencia de otros casos en los que la interpretación de los hechos es fruto de la ideología, la controversia o los intereses encontrados, en este caso había poco espacio para la disputa. Así de absurda era la acusación que pesaba sobre ellas y así de infame aparecía la decisión judicial que las mantenía en prisión. La Suprema Corte, a todas luces, hizo justicia el mes pasado. Enhorabuena.
Pero se trata de una justicia a medias. Nada que no se pueda celebrar pero nada que deba celebrarse tanto. Sin duda se superó la situación injusta en la que Teresa y Alberta estaban atrapadas, pero no podemos decir que se haya reparado el daño que les fue causado y tampoco que se ha sancionado a quienes lo provocaron. La lesión irreparada y la impunidad grosera empañan el logro de los ministros de la Primera Sala de la Corte. Esta decisión implica, sólo, el reconocimiento oficial de que a estas dos personas les fueron violados sus derechos humanos. Y ello exige una reparación. Es cierto que en nuestra Constitución no existe una disposición expresa en ese sentido. De hecho, es una de las adiciones que se ha propuesto (y esperemos sea aprobada) con la reforma en esta materia que ahora está en la Cámara de Diputados. En efecto, de aprobarse, el artículo 1º de nuestra Constitución, entre otras cosas, diría lo siguiente: “… el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley”. Pero, como algún puntilloso podría decir, en efecto, aún no es derecho vigente.
Pero, sí lo son los artículos 5 y 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el 10 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Me limito a citar el artículo 9, inciso 5 del primer documento: “Toda persona que haya sido ilegalmente detenida o presa, tendrá el derecho efectivo a obtener reparación”. Esa reparación que se denomina expresamente “indemnización” en otras disposiciones internacionales, exige una base legal que, en México, debe desarrollarse. Pero lo cierto es que el Estado no puede esconderse tras una laguna legal. No, si en verdad apostamos por la consolidación de un Estado constitucional. Y lo mismo vale para el tema de las responsabilidades: de los policías denunciantes y de los jueces y magistrados involucrados. ¿Hasta cuándo saldremos del marasmo de la impunidad que, por un lado, genera desconfianza y, por el otro, es el principal caldo de cultivo de la injusticia? Por eso, por su tino y valentía, celebro la decisión de nuestros jueces constitucionales, pero creo que no podemos decirnos satisfechos.
Por eso ha sido motivo de celebración la liberación de Alberta Alcántara y de Teresa González. El caso, como lo advirtió con claridad el ministro Zaldívar, “olía a injusticia” porque “se percibía que era altamente probable que dos indígenas mexicanas estaban en prisión desde hace casi cuatro años, de manera injusta”. Las palabras e indignación de este juez se reprodujeron en diversos medios de comunicación y, con razón y para bien, fueron generando un espontáneo y festivo consenso. ¿Cómo podía ser de otra manera? A diferencia de otros casos en los que la interpretación de los hechos es fruto de la ideología, la controversia o los intereses encontrados, en este caso había poco espacio para la disputa. Así de absurda era la acusación que pesaba sobre ellas y así de infame aparecía la decisión judicial que las mantenía en prisión. La Suprema Corte, a todas luces, hizo justicia el mes pasado. Enhorabuena.
Pero se trata de una justicia a medias. Nada que no se pueda celebrar pero nada que deba celebrarse tanto. Sin duda se superó la situación injusta en la que Teresa y Alberta estaban atrapadas, pero no podemos decir que se haya reparado el daño que les fue causado y tampoco que se ha sancionado a quienes lo provocaron. La lesión irreparada y la impunidad grosera empañan el logro de los ministros de la Primera Sala de la Corte. Esta decisión implica, sólo, el reconocimiento oficial de que a estas dos personas les fueron violados sus derechos humanos. Y ello exige una reparación. Es cierto que en nuestra Constitución no existe una disposición expresa en ese sentido. De hecho, es una de las adiciones que se ha propuesto (y esperemos sea aprobada) con la reforma en esta materia que ahora está en la Cámara de Diputados. En efecto, de aprobarse, el artículo 1º de nuestra Constitución, entre otras cosas, diría lo siguiente: “… el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley”. Pero, como algún puntilloso podría decir, en efecto, aún no es derecho vigente.
Pero, sí lo son los artículos 5 y 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el 10 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Me limito a citar el artículo 9, inciso 5 del primer documento: “Toda persona que haya sido ilegalmente detenida o presa, tendrá el derecho efectivo a obtener reparación”. Esa reparación que se denomina expresamente “indemnización” en otras disposiciones internacionales, exige una base legal que, en México, debe desarrollarse. Pero lo cierto es que el Estado no puede esconderse tras una laguna legal. No, si en verdad apostamos por la consolidación de un Estado constitucional. Y lo mismo vale para el tema de las responsabilidades: de los policías denunciantes y de los jueces y magistrados involucrados. ¿Hasta cuándo saldremos del marasmo de la impunidad que, por un lado, genera desconfianza y, por el otro, es el principal caldo de cultivo de la injusticia? Por eso, por su tino y valentía, celebro la decisión de nuestros jueces constitucionales, pero creo que no podemos decirnos satisfechos.
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