martes, 18 de mayo de 2010

HAYA DE LA TORRE

PORFIRIO MUÑOZ LEDO

La desmemoria es la mayor de las negaciones. Disuelve el pasado y frivoliza el presente. Cierra la posibilidad de un destino inteligente. Acepté con emoción la convocatoria del Perú para homenajear a Víctor Raúl Haya de la Torre en San Ildefonso, donde colocamos en 1987 una placa alusiva a la fundación del APRA, ocurrida ahí el 7 de mayo de 1924.
Alan García, durante su primera presidencia, se había convertido en el líder rupturista de la deuda externa. El gobierno de Miguel de la Madrid impidió —por los medios de persuasión a su alcance— que se presentara en la Ciudad Universitaria. El entonces rector, Jorge Carpizo, y yo nos ingeniamos para que dicho testimonio fuera colocado en la sede histórica de nuestra casa de estudios.
Conocí a Víctor Raúl durante su segundo exilio en México, hacia fines de 1954. Era yo dirigente estudiantil y establecimos un diálogo intenso, seguido de una correspondencia epistolar que se prolongó hasta durante decenios. Desde el primer día descubrí el vigor de su vocación juvenil.
Habíamos sabido de su aventura democrática, sus posiciones teóricas y su valentía política. Germán Arciniegas había escrito: cuando Haya lanzó su primera candidatura a la presidencia de la República en 1931 “hasta las piedras cantaban su nombre”. A Víctor Raúl se le reconoce como heredero de las luchas universitarias de Córdoba, Argentina, y del tránsito profundo de nuestra revolución. Cuando llegó en ‘23, gozó de la cercanía de José Vasconcelos y fue vector de los intelectuales latinoamericanos que rodearon al maestro. Haya de la Torre hereda nuestra inmersión en el México profundo, pero se aparta sin embargo de la “mestizofilia” y asume de modo precursor el concepto de Indoamérica.
Discípulo de González Prada y de Mariátegui, se disocia del nacionalismo liberal y del marxismo ortodoxo. Encuentra asideros teóricos en la obra de Hegel, Toynbee y Einstein. Su tesis central es el “espacio tiempo histórico”. Quiere decir que cada región, cada civilización y cada cultura tienen desarrollos distintos sin ser ninguno subsidiario del otro.
A despecho de los evolucionistas, no cree que los pueblos estén obligados a vivir las experiencias de otros, sino ensayar una historia autónoma y un pensamiento original. Renuncia a la teoría vanguardista del proletariado porque admite que en América Latina la edad industrial no ha llegado y por lo tanto es menester una nueva combinación de clases y de actores para impulsar el cambio.
Víctor Raúl puede ser entendido también como un anticipador del no alineamiento, aunque llevó a los extremos del cartabón su rechazo simétrico de Washington y Moscú. También como el descubridor de una veta socialdemócrata en Latinoamérica. Así lo reveló su enorme discurso de clausura en la primera reunión de partidos de ese signo —Caracas 1976.
No le faltó talento ni virtud, menos el aprecio de sus contemporáneos. Simplemente se adelantó a su época y no logró insertar cabalmente la dimensión del intelectual en las estrecheces de la política. Recibió como presea culminante la presidencia de la asamblea constituyente del Perú en 1978. Tenía a la sazón 83 años, pero emprendió la tarea con la lucidez y energía de su perenne mocedad. Previó el ocaso inevitable del pensamiento político gestado en las luchas de los siglos XVIII y XIX, y anunció “la primera constitución del siglo XXI”.
El pensamiento de Haya, a pesar de sus contradicciones, debiera ser rescatado para la posmodernidad. La salvación de nuestras sociedades no se encuentra en pactos coyunturales ni en la sumisión a los poderes globalizantes. Tiene que ver con la utopía y la capacidad genuinamente revolucionaria de los pueblos. El testimonio de su vida es un mensaje al corazón de los jóvenes. Sólo lo nuevo es capaz de liquidar lo antiguo. Su gloria y su fracaso residen en el arte de mantenerse adolescente hasta la muerte.

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