No todo lo que parece bueno, lo es. Valga la obviedad. Por ejemplo, no lo son las interpretaciones de los jueces que, en aras de una convicción ideológica o en búsqueda de una justicia etérea, contradicen o distorsionan lo que, expresamente, señalan las normas constitucionales y/o legales. La reflexión viene al caso porque el Tribunal Electoral Federal, inspirado en un presunto garantismo —que en realidad constituye una versión espuria de tan importante teoría jurídica— ha sentado las bases para un berenjenal que, a la luz del caso Greg, puede salirnos muy caro. He aquí las coordenadas de este despropósito de pronóstico reservado. La Constitución federal, en una norma que puede no gustarnos, es contundente: “Los derechos o prerrogativas de los ciudadanos se suspenden: por estar sujeto a un proceso criminal por delito que merezca pena corporal, a contar desde la fecha del auto de formal prisión” (art. 38, II). Y, en sintonía la ley electoral de Quintana Roo, es tajante: “Estarán impedidos para votar y ser votados: quienes estén sujetos a proceso penal por delitos que merezcan pena privativa de libertad, a contar desde la fecha del auto de formal prisión hasta que cause ejecutoria la sentencia que los absuelva o se extinga la pena”. Yo no veo margen para una interpretación en sentido opuesto. Como ciudadanos podemos decir que esas normas son injustas porque implican la suspensión de derechos a personas que no han sido condenadas por ningún delito; desde un punto de vista teórico podemos criticarlas y, desde el plano político podemos —incluso, tal vez, debemos— combatirlas. Pero son normas jurídicamente vigentes, válidas y, por tanto, deberían ser, indiscutiblemente obligatorias. Sobre todo para los jueces constitucionales. Nuestros magistrados electorales no piensan lo mismo. Desde 2007, echando mano de disposiciones internacionales, decidieron ignorar, primero, un mandato constitucional expreso; segundo, la jerarquía normativa establecida por la Suprema Corte y, tercero, la postura de la propia Corte en esta misma materia. Su lectura —que podemos compartir en el plano ideológico pero que constituye un despropósito jurídico— fue, básicamente, la siguiente: lo que dice la Constitución se opone a un tratado internacional y contradice un principio fundamental (la presunción de inocencia), por lo tanto, no debe observarse. Esta línea de interpretación fue cobrando fuerza y, hace algunas semanas, quedó confirmada con la sentencia que permitió al candidato del PAN en Aguascalientes, Martín Orozco, seguir en la contienda. En aquella ocasión, el magistrado ponente, Flavio Galván, que quedó sólo en la minoría, advirtió a sus entusiastas compañeros algo elemental: “no hay democracia sin ley”. Pero, para la mayoría de magistrados pudo más la justicia que el derecho. Algo que quizá se ve bien en los debates académicos pero que es muy peligroso en los tribunales. Aunque no sabemos cómo terminará el caso de Gregorio Sánchez, Greg, en Quintana Roo, sí tenemos razones para preocuparnos. Dejando de lado el fondo del asunto que dependerá de las decisiones de los jueces penales (y sobre el cual cualquier especulación es irresponsable), gracias al Tribunal Electoral, tenemos un escenario políticamente delicado y jurídicamente incierto: ¿puede el señor Sánchez seguir en la contienda y, eventualmente, convertirse en gobernador? Si nos atenemos a lo que dice la Constitución y la ley la respuesta sería fácil: no. Pero, si acatamos lo que dicen los magistrados en su muy particular lectura de las normas, salvo que se vean aquejados por un ataque de esquizofrenia, la respuesta sería afirmativa. La cuestión no deja de ser triste y paradójica: quienes están llamados a ofrecer certeza y a solucionar conflictos, al menos en este caso, son —por lo pronto potencialmente— parte importante del problema. Y para colmo, los magistrados actúan retóricamente arropados por una de las teorías más adversas a la discrecionalidad y creatividad judicial. A eso se le llama, insisto, garantismo espurio.
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