La iniciativa de reformas a la Constitución que el presidente de la República presentó al Congreso de la Unión incluye una propuesta a fin de otorgar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación la potestad de iniciar leyes en materias de su competencia. El Presidente recoge con ello una proposición que ha partido originalmente de algunos ministros de la Corte, y de jueces y magistrados del Poder Judicial federal así como de abogados litigantes.
El sentido común parece animar esta iniciativa. Los simpatizantes de la misma asumen con razón que es el propio Poder Judicial el que observa día con día los problemas de la administración de la justicia -los que sufren en carne propia, entre ellos la recarga de trabajo y el rezago judicial. Se afirma que dichos problemas son derivados en alguna medida tanto de la organización del Poder Judicial, como de los procedimientos por medio de los cuales se administra justicia. Problemas de este tipo desde luego se pueden resolver si no completamente, sí en forma por demás significativa, con la reforma de ciertas leyes de organización y de procedimiento.
Ahora bien, para sostener la inteligencia de tal propuesta, sus promotores esgrimían que la competencia que se pretende atribuir a la Corte está ya reconocida a varios tribunales de justicia de los poderes Judiciales de los estados por sus respectivas constituciones -argumentos que se recogieron en la iniciativa presidencial. Concretamente, son veintinueve los tribunales de justicia estatales que gozan ya de la misma.
Sin embargo habría que considerar que, de aprobarse la reforma constitucional que se propone, nada garantiza que una iniciativa de reforma a las leyes de organización judicial o procesales presentada por la Corte sea aprobada por el Poder Legislativo; es más, ni siquiera garantiza que la iniciativa se estudie, discuta y resuelva, ya sea a favor o en contra de la misma. De tal suerte que si la iniciativa desde su formación no cuenta con la simpatía de un número importante de legisladores de diferentes partidos o de un grupo parlamentario en concreto, la potestad de iniciativa que se otorgue a la Corte podría ser intrascendente.
Ahora bien, hay aún otro problema con la propuesta -quizá todavía de mayor calado-, ya que puede repercutir en el prestigio de la Corte como custodio imparcial de la Constitución. El problema es el siguiente: en caso de aprobarse una ley iniciada en la Corte, previsiblemente se podría presentar el supuesto de que se impugnara la constitucionalidad de la ley ante la propia Corte. Ello convertiría a la Corte en juez y parte, y se comprenderá que su resolución difícilmente podría optar por la inconstitucionalidad. Este no es el caso con la posible impugnación de leyes iniciadas por los poderes Judiciales de los estados, pues éstas se pueden recurrir ante un órgano diferente al mismo que las generó: a los tribunales del Poder Judicial de la Federación, entre ellos a la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Por último advierto una asunción en la propuesta de otorgar potestad de iniciativa de ley a la Corte, que no comparto: que no existe una comunicación ágil y respetuosa con el Poder Legislativo. Prueba de que sí existe tal comunicación es que el presupuesto de egresos de la Corte y del Poder Judicial se tiene que explicar y justificar cada año ante los legisladores, y éstos han venido siendo muy receptivos a los planteamientos del Poder Judicial en esta última década. Por las razones señaladas, y bajo la hipótesis que prospere la iniciativa del Presidente sobre la reelección de los legisladores, quizá la permanencia de diputados y senadores por periodos de doce años en las respectivas comisiones de justicia de las Cámaras del Congreso de la Unión -vía la reelección- pueda contribuir a una mayor especialización de sus miembros de la que ya existe, así como a incrementar aún más su sensibilidad a los temas que preocupan a los ministros de la Corte y en general a los jueces y magistrados del Poder Judicial de la Federación y a los abogados que defienden en juicio los intereses de sus clientes.
El sentido común parece animar esta iniciativa. Los simpatizantes de la misma asumen con razón que es el propio Poder Judicial el que observa día con día los problemas de la administración de la justicia -los que sufren en carne propia, entre ellos la recarga de trabajo y el rezago judicial. Se afirma que dichos problemas son derivados en alguna medida tanto de la organización del Poder Judicial, como de los procedimientos por medio de los cuales se administra justicia. Problemas de este tipo desde luego se pueden resolver si no completamente, sí en forma por demás significativa, con la reforma de ciertas leyes de organización y de procedimiento.
Ahora bien, para sostener la inteligencia de tal propuesta, sus promotores esgrimían que la competencia que se pretende atribuir a la Corte está ya reconocida a varios tribunales de justicia de los poderes Judiciales de los estados por sus respectivas constituciones -argumentos que se recogieron en la iniciativa presidencial. Concretamente, son veintinueve los tribunales de justicia estatales que gozan ya de la misma.
Sin embargo habría que considerar que, de aprobarse la reforma constitucional que se propone, nada garantiza que una iniciativa de reforma a las leyes de organización judicial o procesales presentada por la Corte sea aprobada por el Poder Legislativo; es más, ni siquiera garantiza que la iniciativa se estudie, discuta y resuelva, ya sea a favor o en contra de la misma. De tal suerte que si la iniciativa desde su formación no cuenta con la simpatía de un número importante de legisladores de diferentes partidos o de un grupo parlamentario en concreto, la potestad de iniciativa que se otorgue a la Corte podría ser intrascendente.
Ahora bien, hay aún otro problema con la propuesta -quizá todavía de mayor calado-, ya que puede repercutir en el prestigio de la Corte como custodio imparcial de la Constitución. El problema es el siguiente: en caso de aprobarse una ley iniciada en la Corte, previsiblemente se podría presentar el supuesto de que se impugnara la constitucionalidad de la ley ante la propia Corte. Ello convertiría a la Corte en juez y parte, y se comprenderá que su resolución difícilmente podría optar por la inconstitucionalidad. Este no es el caso con la posible impugnación de leyes iniciadas por los poderes Judiciales de los estados, pues éstas se pueden recurrir ante un órgano diferente al mismo que las generó: a los tribunales del Poder Judicial de la Federación, entre ellos a la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Por último advierto una asunción en la propuesta de otorgar potestad de iniciativa de ley a la Corte, que no comparto: que no existe una comunicación ágil y respetuosa con el Poder Legislativo. Prueba de que sí existe tal comunicación es que el presupuesto de egresos de la Corte y del Poder Judicial se tiene que explicar y justificar cada año ante los legisladores, y éstos han venido siendo muy receptivos a los planteamientos del Poder Judicial en esta última década. Por las razones señaladas, y bajo la hipótesis que prospere la iniciativa del Presidente sobre la reelección de los legisladores, quizá la permanencia de diputados y senadores por periodos de doce años en las respectivas comisiones de justicia de las Cámaras del Congreso de la Unión -vía la reelección- pueda contribuir a una mayor especialización de sus miembros de la que ya existe, así como a incrementar aún más su sensibilidad a los temas que preocupan a los ministros de la Corte y en general a los jueces y magistrados del Poder Judicial de la Federación y a los abogados que defienden en juicio los intereses de sus clientes.
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