sábado, 1 de mayo de 2010

LA MUERTE

JOSÉ WOLDENBERG

Sólo hay una certeza en la vida: todos vamos a morir. No existe hombre inmortal. Más tarde o más temprano la muerte arrasa con cada uno. No hay escape. Es un destino que se cumple de manera implacable y puntual. Y sin embargo, cuando la muerte acaba con un ser querido nos sacude la tristeza y el dolor. Nada consuela el conocimiento de que la muerte es inescapable y de que ése es el único destino indiscutible. Quizá ésa sea la mayor paradoja: saber que el desenlace es inevitable y no poder aceptarlo emocionalmente. Razón y emoción se escinden. Para la primera la muerte es un fenómeno natural, previsible, incluso rutinario. Para la segunda, un acto cercenador, inasible, injusto.
Todos los días nos enteramos de diferentes muertes. Y si son lejanas apenas nos detenemos en ellas. "Así es la vida", solemos decir. Y en efecto, la distancia anímica con esos otros muertos tiende a banalizar ese hecho definitivo. Pero cuando se trata de una persona cercana esa situación irreparable se convierte en una pérdida absoluta, irreversible, concluyente.
Vladimir Jankélévitch ha escrito que la muerte es un "hecho insólito y banal". (La muerte. Pre Textos. España. 2009). Por un lado la "persona desaparecida es irreemplazable y nada puede compensar la desaparición" y por el otro, es el fin al que estamos condenados desde el momento de nuestro nacimiento. No reviste ninguna sorpresa pero al mismo tiempo cimbra el mal construido edificio de nuestras certezas. Todo depende de la distancia emocional con quien fallece.
Muerte y desaparición son sinónimas. Para quien muere es el final. Para los sobrevivientes la forja de un vacío incomprensible. Un hueco vital que encoge la vida y le resta sentido. La muerte es parte de la naturaleza de la vida que es finita. Es comprensible e incluso se puede decir que es necesaria. No obstante, se pregunta Jankélévitch, "¿por qué siempre la muerte es una especie de escándalo? ¿Por qué este acontecimiento tan normal despierta tanta curiosidad y tanto horror?". Quizá porque quien desaparece es alguien singular, irrepetible, único. Y sabemos o intuimos que con su partida la vida se vuelve más áspera y solitaria, más lúgubre y doliente.
Porque la muerte siendo inescapable y universal es al mismo tiempo inédita, única, siempre novedosa. Cuando se aparece es como si sucediera por primera vez, porque los millones de muertes que precedieron a la última muerte de una persona amada (casi) nada nos dicen de la que sabemos es una pérdida inconmensurable. No hay por ello posibilidad alguna de prepararse para aceptarla sin estremecimiento, para asimilarla sin sufrimiento. Podemos reaccionar sin inmutarnos ante las muertes lejanas, de aquellos que nunca conocimos, no podemos, sin embargo, evitar un sacudimiento vital ante la muerte próxima.
Porque la muerte de aquellos a los que queremos siempre es prematura. No importa la edad ni las circunstancias en las que sucede. Nada puede quitarnos de la cabeza que unos años más eran posibles. Y es esa supresión de tajo que siempre nos parece anticipada lo que genera una rabia que no puede tener destinatario fijo, un malestar amorfo y confuso contra "las injusticias de la vida". No había necesidad de que algo así sucediera, nos repetimos maquinalmente. Porque en efecto, no había necesidad...
La muerte también es un aviso: seguiremos los demás. No hay otra salida. Durante una larga etapa de la vida no pensamos en la muerte. Se trata de algo distante, que les sucede a otros. Y la muerte de aquellos a los que queremos nos recuerda que también nos pasa a nosotros y que la distancia -es natural- tiende a acortarse. Escribió Luis Cernuda: "Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza (No sé si expreso esto bien). Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él. Como si alguna colérica visión con espada centellante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre una vez ha vivido libre del aguijón de la muerte". (Ocnos. Universidad Veracruzana. 2007. P. 42). Ese aguijón se clava con fuerza cuando vemos desaparecer a quien ha sido una presencia fundamental a lo largo de los años. Un eco nos recuerda que a la muerte hay que tomarla en serio. "Lo que tiene que suceder, sucederá" (VJ).
Sólo la memoria es capaz de retener algunas estampas mal armadas de lo que fue una vida. Se trata de retazos inarmónicos, de islas sin puentes de comunicación eficientes, de destellos incoherentes. Pero es todo lo que queda de una vida única e intransferible. Es por ello que creo que Jorge Luis Borges escribió: "Lo acosarán interminablemente/ los recuerdos sagrados y triviales/ que son nuestro destino, esas mortales/ memorias vastas como un continente./ Dios o Tal Vez o Nadie, yo te pido/ su inagotable imagen, no el olvido". (Obra poética. Emecé Editores. Argentina. 2005. P. 452). Un olvido que además es imposible.
Al final, la muerte de un ser querido nos convierte de manera súbita e inapelable en sobrevivientes.

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