jueves, 27 de mayo de 2010

GOBIERNO DE COALICIÓN

SANTIAGO CREEL MIRANDA

A Diego, con solidaridad

La reforma política es rehén del desacuerdo que existe entre dos posiciones: mientras unos pugnan por un sistema de mayoría estable —a costa de la actual pluralidad— otros están convencidos de que la reforma no debe trastocar el actual número de partidos con registro. La barrera hasta ahora infranqueable se centra en la confrontación de dos valores: el de la pluralidad y el de la mayoría. Estamos de acuerdo que un sistema democrático o es plural o no. También, en que si no produce mayorías, se estanca y pone en riesgo su propia estabilidad. ¿Cómo superar esta contradicción? Si aceptamos que cada fuerza política tenga un número de legisladores igual al porcentaje de votos que reciba en las urnas, es claro que nadie, con las actuales reglas, va a poder forjar un Congreso de mayoría estable. Por el contrario, si aceptamos como buena la propuesta de quienes optan por construir una mayoría estable, de suprimir la cláusula que pone límites a la sobre y la subrepresentación, o la de establecer una fórmula que le permita a quien gane contar con una mayoría en el Congreso —fórmula de gobernabilidad, o la de una segunda vuelta— algunos de los partidos políticos irremediablemente perderían su registro y la actual correlación de fuerzas cambiaría drásticamente. Si alguien piensa que puede prosperar una fórmula que dé como resultado la eliminación de algunos de los partidos cuyas alianzas han sido y son claves para lograr triunfos electorales, es entrar al campo de la ingenuidad y no de la realidad. ¿Qué partido va a dejar que su aliado fallezca cuando le está dando victorias? Por las buenas o por las malas razones, la política de alianzas ya tiene carta de naturalización en el país: el PRI con el Partido Verde en casi todas las elecciones; el PRD, el PT y Convergencia siempre o casi siempre están aliados; el PAN con el Verde en el 2000 y ahora con el PRD y Convergencia; y Nueva Alianza igualmente con casi todos, de acuerdo a como le convenga. Seamos realistas pero vayamos por otro camino: sostengo que se puede lograr conciliar el valor de la pluralidad con el de las mayorías. Dejemos intactas las actuales reglas que protegen a la pluralidad. Tampoco forcemos las cosas para que puedan construirse mayorías a costa de algunos de los partidos. Dejemos que quien triunfe lo haga con una minoría política, pero entonces démosle la facultad para que pueda decidir si construye o no un gobierno de coalición. La idea es que quien gane la elección pueda optar por aliarse con uno o más partidos de oposición y convenir con ellos, un programa de gobierno, una agenda legislativa y la integración de un gabinete. Todo esto ratificado por el Congreso, lo que a su vez permitiría ofrecer a la ciudadanía un gobierno estable que pueda cumplir lo que promete. Construir un gobierno de coalición sería una facultad y no una obligación. Es decir, quien triunfe podrá decidir gobernar como hasta ahora —sin mayoría en el Congreso— y fincar su gobierno en las habilidades o talentos de sus operadores políticos para lograr mayorías caso por caso en el Congreso. Asimismo, podrá optar por constituir un gobierno de coalición mayoritaria que tendría una duración de tres años, renovable por otros tres para cubrir todo el sexenio. Los partidos aliados en la coalición podrán ir o no en alianza en las elecciones intermedias y eventualmente, en las presidenciales. Los garantes del acuerdo serían los propios grupos parlamentarios —que a la vez formarían mayoría en el Congreso— cuyos coordinadores deberían ser los presidentes nacionales de sus partidos (con una nueva ley de partidos, que además establezca la disciplina necesaria para que el pacto de coalición se cumpla). Esta alternativa nos llevaría a un sistema semipresidencial, optativo para el que triunfa. La enorme virtud de esta propuesta es que no desincentiva el logro de la reforma política, puesto que no altera las expectativas de los partidos (esto es importante ya que el resto de las propuestas podrían prosperar: reelección, candidaturas independientes, iniciativa preferente, referéndum, etc.). Tampoco contradice nuestra tradición presidencialista, ni extrema el sistema al punto de crear mayorías automáticas como en el pasado. Además, no elimina a ninguna fuerza política y no cambia el sistema electoral actual y, sobre todo, centra la discusión en lo que debe ser un gobierno de coalición. Dado que todos los partidos están hoy aliados, difícilmente podrían desechar esta idea. Además de que ello contribuiría a satisfacer un reclamo legítimo de los ciudadanos: que las alianzas no sean solamente electorales, es decir, que no se hagan sólo por el puro pragmatismo de obtener el poder: “quítate tú para ponerme yo”. En este sentido, un gobierno de coalición implica el forjamiento de un programa de gobierno perfectamente delineado, el compromiso de una agenda legislativa puntual, que además resulta perfectamente posible por la mayoría que tendría el gobierno de coalición y por último, no menos importante, la legitimación de un gabinete a través de su ratificación por el Congreso. Cualquier similitud con lo que acaba de ocurrir en Gran Bretaña, o con lo que ha sucedido por más de una década en Alemania o por dos en Chile, es mera coincidencia. Por no citar los casos de la cohabitación francesa y otros muchos que han dado como resultado gobiernos exitosos.

No hay comentarios: