jueves, 27 de mayo de 2010

EL SECUESTRO

JOSÉ WOLDENBERG KARAKOSKY

Se ha dicho y escrito pero resulta ineludible repetirlo: el secuestro de Diego Fernández de Cevallos es una nueva y más que potente inyección de terror a la de por sí envenenada convivencia social. Que un ex candidato a la Presidencia de la República, ex diputado, ex senador, político más que destacado, haya sido secuestrado, resulta preocupante y traumático. No es como dicen algunos que unos secuestros "valgan" más que otros, sino que la visibilidad pública y la centralidad política de la víctima multiplican el impacto de la acción delincuencial.
La terrible y dolorosa fotografía de Diego Fernández de Cevallos con los ojos vendados, sin camisa, humillado, debería servir para recordar lo elemental que es lo fundamental: cualquier secuestro es inaceptable. Se trata de una violación a los derechos que le dan sentido a la vida y de la pretensión de una banda que cree y actúa por encima de las frágiles reglas que intentan ofrecerle cauce y sentido a la convivencia humana. El secuestrado pasa de ser un hombre con garantías a convertirse en una mercancía que tiene un valor de cambio. Y el Estado y sus instituciones, que son tales porque su primera misión es la de ofrecer seguridad a los integrantes de la sociedad, se ven retados en su misión y erosionados en su prestigio.
Pocos delitos resultan más repulsivos que el secuestro: a través de la violencia un pequeño grupo captura, maltrata y domina a una persona para transformarla en un bien de cambio y coloca o intenta colocar la responsabilidad del desenlace en los familiares o amigos del plagiado. Se trata de un chantaje con una singularidad atroz: el rehén -su vida, su integridad, su libertad- es convertido en una mercadería. La lógica de la eventual negociación es estrictamente comercial y la integridad del secuestrado es el artículo que se pone a remate.
El secuestro de Fernández de Cevallos desvela además un buen número de nuestras debilidades como sociedad y Estado. Si entre los políticos la reacción fue casi de unánime repudio a lo que no puede sino calificarse como un acto criminal (lo cual no deja de ser un signo alentador); entre los opinadores espontáneos que todos los días mandan sus comentarios a los diarios on line se pudieron leer las más descarnadas y delirantes muestras de incomprensión, tontería y apetitos de venganza, hasta el extremo de que no faltaron quienes convertían a la víctima en el responsable. Ante la moda de cantar loas interminables a las supuestas virtudes de la sociedad en contraposición a las taras de nuestra "clase política", bien vale la pena revisar las pulsiones de una y otra ante situaciones límite, para repensar qué tan civil es nuestra sociedad y qué tan inciviles son nuestros políticos. Porque todos los días nos topamos con evidencias de que la sociedad reproduce y alimenta resortes intolerantes, impermeables a los derechos de las personas.
Que la principal televisora del país, además, en aras de no perturbar la posible negociación con los plagiarios y a petición de la familia, decline de su obligación de informar, sorprende y preocupa. Porque más allá o más acá del juicio que esa decisión nos merezca, estamos ante la constatación palmaria de que un acto criminal tiene la capacidad de acallar a una institución básica en el complejo circuito de información y deliberación públicas.
Que además la Procuraduría General de la República declare que suspenderá las investigaciones otra vez a solicitud de la familia nos coloca en un escenario inquietante: el de la autoanulación de la autoridad, el de su dilución en aras de encontrar una salida negociada. (Es comprensible la intención de los allegados de Diego Fernández de Cevallos de llegar a un acuerdo para rescatar con vida a su padre-hermano, no resulta tan entendible la desaparición fáctica de la PGR).
Tenemos que hacer entonces un esfuerzo consistente para tratar de poner de pie lo que al parecer se encuentra de cabeza: el repudio absoluto y sin mediaciones de cualquier secuestro -independientemente que la víctima sea o no "santo de nuestra devoción"- parece ser la condición primera para que la coexistencia social no se convierta en la ley de la selva; tiene que construirse o reconstruirse un consenso social sin coartadas que no contemporice con actos delincuenciales. Por su parte, los medios están obligados a informar por supuesto de manera responsable y no especulativa no solamente en casos delicados, sino sobre todos y cada uno de los asuntos que merezcan su atención. Por su parte, las autoridades no pueden declinar su responsabilidad. No deben dar la impresión que sus obligaciones son opcionales, potestativas.
El clima de nuestra convivencia se encuentra seriamente lesionado. La incertidumbre y la zozobra acompañan a la sociedad mexicana. Hay una percepción generalizada de que el crimen organizado o el crimen a secas es una sombra permanente que escolta a la vida diaria. No es un tema menor. No es un tema al que se le pueda dar la espalda.

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