Cuando la Facultad de Derecho de la UNAM le confirió a Baltasar Garzón la Medalla Isidro Fabela, por sus servicios a la paz, la justicia y la lucha por el derecho en el mundo, corría el año 2000. Entonces, era ya reconocido en todo el mundo por haber llegado a donde muchos se habían detenido, víctimas del miedo, la corrupción y el arreglo mediático. Con sus acuerdos en contra de Augusto Pinochet alentó la transición democrática en nuestro continente, nos devolvió parte de la fe perdida en las instituciones y nos ayudó a comprender que, sin justicia, no hay perdón y, sin memoria, no hay futuro. Aquel era el juez Garzón de los años en que en España se le celebraba como un personaje valiente. Hoy, cuando reclamado por su conciencia y con el aliciente que conlleva el hacer justicia, ha intentado echar luz histórica y justicia sobre los crímenes del franquismo, la reacción en su patria ha logrado, alevosa e ilegalmente, suspenderlo de su cargo.
Es rara la justicia que permite decir que la genética del rey es secreto de Estado, para no emprender una reclamación de paternidad. Es rara la justicia de un país democrático que permite la extraterritorialidad si hay que perseguir a dictadores latinoamericanos, pero castiga a quienes quieren volver sobre los pasos para fincar una auténtica democracia en la verdad y el perdón que nace del conocimiento de los hechos.
Es rara, en fin, la justicia de un país que puede alcanzar cimas importantes en su desempeño, pero se detiene ante sus temores y prefiere acallar políticamente a un juez, en lugar de comprender casi medio siglo de su historia.
Le decíamos a Baltasar Garzón, en el ahora lejano año 2000, que “cuando en la soledad de su despacho se encuentre trabajando por hacer de ésta una realidad más justa, puede estar seguro de que estaremos ahí miles y miles de mujeres y de hombres que creemos en la libertad y en la justicia, que queremos que el crimen reciba las consecuencias de su daño; que estará acompañado, constante y silenciosamente, por quienes no conocieron a sus hijos porque les fueron arrebatados al nacer, por quienes fueron asesinados, por las víctimas del terrorismo, por las vidas que se perdieron sin saber cómo ni cuándo, por las madres que anhelan el retorno de sus hijos, por quienes tuvieron que salir de su respectivo país para encontrar un lugar en donde sobrevivir, por tantos y tantos que no pueden explicarse por qué, pero han sido perseguidos con saña y sin tregua”.
Hoy, cuando todos ellos seguimos con él, en este 2010, quisiéramos que a los otros, a los que en la obscuridad y en el estraperlo de la buena conciencia, tratan en España, y en todos los demás países, de evitar que la verdad sea conocida, los acompañe en su afán la sombra de los miles y miles de desaparecidos bajo el franquismo, en las dictaduras militares en Argentina y Chile, en las prisiones de Stroessner y Somoza, de los que murieron y desaparecieron en Tlatelolco. Que sus murmullos y presencias los acompañen, para que puedan con toda confianza llamar prevaricato a ese dolor que no podrá sanar hasta que no se conozca la verdad histórica que es el presupuesto de la verdad jurídica.
Es rara la justicia que permite decir que la genética del rey es secreto de Estado, para no emprender una reclamación de paternidad. Es rara la justicia de un país democrático que permite la extraterritorialidad si hay que perseguir a dictadores latinoamericanos, pero castiga a quienes quieren volver sobre los pasos para fincar una auténtica democracia en la verdad y el perdón que nace del conocimiento de los hechos.
Es rara, en fin, la justicia de un país que puede alcanzar cimas importantes en su desempeño, pero se detiene ante sus temores y prefiere acallar políticamente a un juez, en lugar de comprender casi medio siglo de su historia.
Le decíamos a Baltasar Garzón, en el ahora lejano año 2000, que “cuando en la soledad de su despacho se encuentre trabajando por hacer de ésta una realidad más justa, puede estar seguro de que estaremos ahí miles y miles de mujeres y de hombres que creemos en la libertad y en la justicia, que queremos que el crimen reciba las consecuencias de su daño; que estará acompañado, constante y silenciosamente, por quienes no conocieron a sus hijos porque les fueron arrebatados al nacer, por quienes fueron asesinados, por las víctimas del terrorismo, por las vidas que se perdieron sin saber cómo ni cuándo, por las madres que anhelan el retorno de sus hijos, por quienes tuvieron que salir de su respectivo país para encontrar un lugar en donde sobrevivir, por tantos y tantos que no pueden explicarse por qué, pero han sido perseguidos con saña y sin tregua”.
Hoy, cuando todos ellos seguimos con él, en este 2010, quisiéramos que a los otros, a los que en la obscuridad y en el estraperlo de la buena conciencia, tratan en España, y en todos los demás países, de evitar que la verdad sea conocida, los acompañe en su afán la sombra de los miles y miles de desaparecidos bajo el franquismo, en las dictaduras militares en Argentina y Chile, en las prisiones de Stroessner y Somoza, de los que murieron y desaparecieron en Tlatelolco. Que sus murmullos y presencias los acompañen, para que puedan con toda confianza llamar prevaricato a ese dolor que no podrá sanar hasta que no se conozca la verdad histórica que es el presupuesto de la verdad jurídica.
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