Tres nombres han bastado para mantener vivo el imaginario de la izquierda mexicana, tres hombres distintos y al mismo tiempo unidos en la utopía de una Latinoamérica libre y desarrollada, con diferentes estilos, nacionalidades y caracteres. Todos representan parte de la idea de un México más justo, más honesto y más soberano como parte de nuestra historia: Ernesto Ché Guevara, Fidel Castro y Salvador Allende. Ni Daniel Ortega, el otro revolucionario triunfante, ni Felipe González, el otro socialista democrático, calaron tan hondo en la conciencia de nuestra izquierda para dejarla marcada como lo hicieron aquellos otros revolucionarios. Tal vez porque a cada uno corresponde un papel distinto en la formación del espíritu latinoamericanista y, también, en la forma de ser de nuestro impulso progresista. El Ché, porque pronto se hizo ícono de revolucionarios, de jóvenes progresistas, de guerrilleros e intelectuales, mártir y héroe, y Allende, debido a su cercanía al pueblo mexicano, su ascendiente democrático y el asilo político concedido a los chilenos perseguidos por la acre dictadura. Pero Fidel Castro y la revolución cubana son capítulo aparte. El punto más alto en la ya larguísima amistad entre ese país y México es la revolución cubana. Ello, por varios aspectos fundamentales. El primero, su trascendencia histórica. Para México, que bien puede enorgullecerse de haber sido cuna de la rebelión antibatistiana, el haber testificado de cerca el triunfo de una revolución que muy pronto se puso del lado de los desposeídos frente al imperio hegemónico, significó una renovación en sus esperanzas de justicia y desarrollo. Aquí se conocieron Fidel y el Ché, aquí fraguaron la heroica invasión a la isla, aquí dejaron recuerdos y presencias imperecederas. Desde su origen, los mexicanos nos sentimos partícipes de esa revolución como luego de la sandinista en Nicaragua. Esto trajo consigo la formación de toda una estética y toda una manera de ver al continente. Cuba fue pronto, para México, la isla de Cronopios, siguiendo a Julio Cortázar, una especie de paraíso marxista para la justicia y la igualdad. De ahí que nuestra política siempre estuviera teñida de cierta carga emocional que no pocas veces ha tocado el sentimentalismo. En seguida, por la respetuosa relación entre el gobierno revolucionario de La Habana y el institucionalizado de México. Aunque Cuba se instauró como fuente de inspiración para los movimientos de resistencia y combatividad aquí, y algunas veces también de apoyo material, Cuba correspondió a eso no exportando su revolución, como sí lo hizo a otros países de la zona y, por último, porque la relación con La Habana servía de eje de resistencia y respuesta sobre la arrolladora presencia y enorme presión que el gobierno de EU podía ejercer sobre la política mexicana. En pocas palabras: Cuba y México, al inicio de la revolución caribeña y durante muchas décadas, fueron un apoyo mutuo y hubo una amistad difícil, pero estable. Con el tiempo, al cambiar la geopolítica y la composición política de ambos países, aquella época dorada se desvaneció. Tanto nuestros errores, por ejemplo, los burdos e inexplicables en tiempos del gobierno de Fox, como los excesos cubanos en derechos humanos y democratización, han traído consigo cambios que aún no terminan, pero dieron fin a esos años sólo explicables en términos de la Guerra Fría. Es verdad que nunca nuestros gobiernos estuvieron tan cerca, como hoy parecen lejanos, pero el ir y venir cultural y espiritual entre ambos pueblos sigue incólume, en espera del siguiente capítulo de nuestra historia común.
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