“Love me, please”, cantaba Yvonne Elliman en una canción que se hizo famosa durante la década de los ochenta. “Quiéreme, por favor”, es lo que Felipe Calderón hubiera querido decirle a Barack Obama durante su visita a Washington. El presidente mexicano probablemente se ha dado cuenta de que no puede librar y ganar la guerra contra el narcotráfico solo. Que necesita más apoyo, más ayuda, más dinero, más helicópteros, más cooperación en cuestiones de inteligencia. Y hasta el momento, a pesar de la retórica de la “corresponsabilidad”, el gobierno estadunidense no ha querido reconocer la seriedad de lo que ocurre dentro de la casa del vecino. Estados Unidos ha visto con buenos ojos que Calderón despliegue al Ejército, extradite capos, confisque cocaína y use todo su capital político para dar la batalla contra el narco e intentar ganarla. Pero, hoy por hoy, está muy lejos aún de cumplir con ese cometido. La violencia aumenta, la brutalidad crece, la ineficacia del Estado mexicano se vuelve cada vez más visible, y esto es algo que ambos gobiernos necesitan reconocer. Hasta el momento, tanto Calderón como Obama han querido mantener la narrativa prevaleciente. La línea oficial –tanto en la Casa Blanca como en Los Pinos– es que la espiral de violencia es una consecuencia necesaria de la confrontación. Es un síntoma de la desesperación de los cárteles y no una muestra de su fortalecimiento. Es una señal de la descomposición de los adversarios del Estado y no evidencia de su envalentonamiento. Es cierto, como argumenta el presidente, que el 90% de las muertes violentas se debe a la confrontación entre criminales. Es cierto que Washington D.C. tiene un índice de homicidios per cápita mayor al de México. Pero las comparaciones son engañosas por la diferencia cualitativa en el tipo de violencia y en la capacidad del gobierno para responder ante ella. Y además la relativización es un pobre consuelo para los civiles que la padecen, la viven, se vuelven sus víctimas. En México la violencia se ha vuelto más brutal y más corrosiva para la institucionalidad que en otros sitios con números de homicidios comparables. Allí están los decapitados, los entambados, los quemados, los mutilados, los torturados. La violencia va más allá de las balas; entraña un despliegue frontal de brutalidad y un desafío al Estado mismo. La violencia va más allá del número de muertos; entraña también la forma barbárica en la cual perdieron la vida. Y por ello ha despertado entre todos los mexicanos, tanto ricos como pobres, tanto urbanos como rurales, “un brinco psicológico a una situación de miedo generalizado y una percepción de vulnerabilidad aguda”, como lo argumenta Francisco González en el artículo Mexico’s Drug Wars Get Brutal, publicado en la revista Current History. Felipe Calderón arguye que va ganando todas las batallas, excepto la de la percepción ciudadana. Pero en política la percepción es realidad, y para la mayoría de los mexicanos en este momento la guerra está perdida. Perdida porque la captura de los líderes de diversos cárteles ha sido equivalente a patear el avispero sin contar con el insecticida suficiente para exterminar a los insectos esparcidos. Perdida porque a pesar del arresto de capos prominentes y la consignación de un número creciente de armas, drogas y dinero, el mercado de la droga y quienes viven y se enriquecen de él sigue allí. Perdida porque la raíz del problema es la penetración de las agencias del Estado por parte de aquellos a quienes persigue. Perdida porque quienes se rehúsan a ser cooptados o silenciados terminan asesinados, como acaba de ocurrir con el candidato panista a una alcaldía en Tamaulipas. El mercado del narcotráfico es demasiado poderoso, demasiado lucrativo, demasiado atractivo en un país donde las condiciones sociales son precarias y las oportunidades para avanzar son casi inexistentes. A pesar de los esfuerzos de Felipe Calderón, los cárteles han logrado intimidar y crecer y extorsionar y sobrevivir. Las ganancias excepcionales del negocio que controlan les provee el dinero suficiente para comprar conciencias en el sistema, ya sea la de un gobernador o un presidente municipal o un policía o un general. El presidente intenta desesperadamente recuperar la autonomía del Estado cuando éste ya ha sido infiltrado. Cuando ya el narco ha penetrado al gobierno a nivel federal, estatal y local. Cuando quienes se oponen a la colaboración acaban asesinados o silenciados. Cuando los niveles más altos de la autoridad están en la nómina del crimen organizado. El presidente declara que va ganando, al mismo tiempo que la prensa publica que Joaquín El Chapo Guzmán logra obtener reportes de inteligencia del gobierno mexicano y también acceso a documentos de la DEA. Hasta ahora, dada la intersección de violencia y corrupción en México, los cárteles llevan la delantera. Ante este panorama, Calderón ha rechazado la posibilidad de la legalización de las drogas y también se ha opuesto a resucitar la estrategia de “vive y deja vivir”, preferida por el priismo que optó por pactar antes que confrontar a los capos. Parecería entonces que al presidente sólo le queda la opción del escalamiento. La opción de un surge; un incremento masivo de la presencia militar al estilo del que instrumentó Estados Unidos para contener la violencia en Irak. Pero para realizarlo necesitaría convencer al gobierno de Barack Obama sobre la necesidad de un “Plan México”, basado en las mismas premisas que el “Plan Colombia”. Una estrategia que buscara apoyo estadunidense para simultáneamente golpear al narcotráfico y fortalecer al Estado; descabezar a los cárteles y restablecer un sentido mínimo de seguridad en las ciudades. Quizás porque eso es lo que tiene en mente, Calderón ya empieza a comparar a México con Colombia. Sólo así – elevando el tamaño de la amenaza– podría lograr que Obama empezara a asumir la “corresponsabilidad” en serio. Sólo así podría obtener un compromiso como aquel al que aspiraba Yvonne Elliman cuando cantaba “quiéreme por favor, sólo un poco más; juntos podemos lograrlo”.
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