RODRIGO MORALES MANZANARES
El debate en torno a los problemas de seguridad en el país es ineludible: bien se actualiza por acciones de los grupos delincuenciales, bien por acciones u omisiones de las autoridades o bien por declaraciones o pronunciamientos de muy diversos actores políticos. Siendo, pues, un debate difícil de esquivar, también parece uno excesivamente disperso. Me explico.
El movimiento encabezado por Sicilia y Álvarez Icaza logró darle visibilidad a una dimensión del problema hasta entonces más o menos oculta: las víctimas. Luego, la UNAM arrojó luces sobre otras consideraciones que habría que tener presentes en el debate puntual de la ley de seguridad: la consistencia constitucional, el papel de las Fuerzas Armadas, y la articulación del combate a la delincuencia con otras políticas públicas. El resultado es que hay al menos tres grandes frentes abiertos de discusión.
Por un lado, un debate doctrinal o conceptual de cómo debemos entender la seguridad nacional, cómo hay que distinguirla de la seguridad interior o de la seguridad pública. Ciertamente estamos ante embates novedosos, y el referente constitucional debe ser actualizado, sin embargo, frente a la convicción de la adecuación del marco jurídico, no hay una sola vía.
Y eso nos lleva a la segunda dimensión del problema: el debate instrumental. Con qué atribuciones las agencias del Estado mexicano deben encarar el reto de preservar la seguridad, cuáles deben ser los pesos y contrapesos deseables para llevar a cabo esta tarea, cuáles son las adecuaciones al diseño institucional necesarias para garantizar eficacia en el combate a la delincuencia y observancia de los derechos humanos. De nuevo, no parece haber una sola vía.
Y, finalmente, han aparecido en la agenda del debate público otros referentes, si bien no estrictamente doctrinarios o instrumentales, que es preciso atender y que se podrían resumir diciendo: cómo alinear las políticas públicas al problema de la inseguridad.
Es decir, la delincuencia tiene múltiples factores de origen, entonces hay que plantear cómo generar políticas públicas preventivas; el combate a la delincuencia genera diversos daños sociales, entonces, hay que activar mecanismos efectivos que los eviten y, en su caso, políticas que puedan resarcir agravios.
En fin, no sólo hay que reconstruir el tejido social, hay que hacer cosas para no tener que llegar a la reconstrucción.
Frente a ello, llaman la atención los reflejos discursivos del Ejecutivo. Por un lado, insiste en que él no se ha dejado, ni se va a dejar, como si el problema tuviera que ver con el carácter del Presidente.
Por el otro, el vocero de seguridad nos recuerda que México no es el país más violento y nos ofrece cifras que nos sitúan al nivel de Brasil y debajo de Colombia
Entre los gravísimos problemas que enfrenta Colombia, no se cuenta, por cierto, con el de la legitimidad política y social de su estrategia de combate a la delincuencia.
La dispersión del debate en torno a la seguridad ofrece una oportunidad de oro para que entre todos legitimemos una estrategia de Estado para enfrentar el problema de la inseguridad, una estrategia cuya fortaleza no sea únicamente el número de muertos y las comparaciones, sino, sobre todo, el consenso social que la soporte.
No hay peor diálogo que el diálogo de sordos.
No hay peor diálogo que el diálogo de sordos.
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