JAVIER CORRAL JURADO
El atentado en Monterrey, Nuevo León, en el que han perdido la vida 53 personas inocentes, estrujó al país entero. El asesinato ha conmocionado de tal manera que, dos de los más reputados analistas políticos, expertos en el manejo del lenguaje, diestros en la descripción de los hechos, han confesado sensaciones que antes no habían experimentado, entre la mudez y la estupefacción. "Todos, aun los profesionales de la palabra, perdemos el habla ante la magnitud y el significado del ataque al casino de Monterrey", escribió Miguel Ángel Granados Chapa.
"Sacudidos por la tragedia, experimentamos una sensación contradictoria ante la narración de estos acontecimientos. En una primera reacción buscamos detalles, historias, pistas, que nos ayuden a entenderla. No alcanzamos a comprender que una crueldad como la que ocasionó esta tarde el asesinato en Monterrey desborda el raciocinio", comentó en la radio Raúl Trejo Delarbre.
Monterrey es una sacudida que pone delante de nosotros la dimensión inescrupulosa y bestial, por la ambición insaciable de dinero, de los narcotraficantes mexicanos. En sus fríos cálculos no hay límite alguno, y calcinar personas es el acto pensado para sembrar el miedo entre la sociedad, a la que desean fuera de la acción de la denuncia, de la protesta o de la autoprotección. Nos quieren aterrorizados.
Ese el propósito de actos como el perpetrado el pasado 25 de agosto, porque el terrorismo en general, y el narcoterrorismo mexicano en partícular, hace objetivo a la población civil y busca amedrentar, asustar y hartar a la población en general.
El narcoterrorismo comenzó en Colombia en la década de los años 80. El primer atentado de este tipo ocurrió el 13 de enero de 1988 afuera de la casa de Pablo Escobar, cabecilla del cártel de Medellín, estalló el primer coche bomba sin que se produjeran víctimas mortales. Ese ataque aparentemente perpetrado por el rival cártel de Cali, hizo que Escobar ordenara la explosión de más de 200 bombas por todo el país hasta casi lograr la claudicación de todos los poderes del Estado frente al poder del narcotráfico.
El mayor atentado de esa escalada costó la vida de 91 personas. Fue la toma del Palacio de Justicia, el 6 de noviembre de 1985, en el que murieron 11 magistrados. Aquel hecho marcó en toda su dimensión la peligrosa fusión entre extremistas de izquierda y los narcotraficantes, en este caso el cártel de Pablo Escobar, a quien se acusó de financiar el atentado y pagar por él 2 millones de dólares. El grupo guerrillero de inspiración marxista conocido como el M-19 llevó a cabo el asalto de la sede del Poder Judicial, haciendo rehenes a los magistrados. El enfrentamiento entre los asaltantes y los militares provocó el incendio del edificio, que entre las llamas se llevó los archivos sobre casos de narcotráfico.
Podríamos decir que el narcoterrorismo en México apareció en junio de 1994, el cártel de los hermanos Arellano Félix colocó un coche bomba enfrente del hotel Camino Real de Guadalajara, en el estado de Jalisco, con la finalidad de matar a su rival, Ismael El Mayo Zambada, aunque el artefacto detonó antes de tiempo. Pero el hecho que más nos conmovió para su tiempo fue el del 15 de septiembre de 2008: dos hombres arrojaron una granada en el Centro Histórico de Morelia cuando se desarrollaban los festejos del Grito de Independencia. 37 personas lesionadas y 8 muertos fue el saldo de la acción perpetrada por Juan Carlos Castro Galeana, El Grande, y Julio César Mondragón, El Tierra Caliente.
Sin embargo, el Poder Judicial de la Federación desestimó las acusaciones de la PGR por delincuencia organizada en modalidad de terrorismo; y terrorismo. El delito delincuencia organizada con finalidad de cometer terrorismo fue cambiado por delincuencia organizada, en su agravante de delitos contra la salud; el delito de terrorismo fue cambiado por portación de granadas; la imputación de homicidio agraviado en grado de tentativa, fue rectificado por el de homicidio agraviado; y el cuarto, posesión de granadas de uso exclusivo de las fuerzas armadas quedó en lesiones calificadas.
Junto con el terrorismo, el narcotráfico fue incorporado a la agenda de amenazas a la Seguridad Nacional desde la década de los ochenta. Por su imbricación con la corrupción política y el riesgo de desestabilización para las instituciones democráticas. Nunca como ahora habíamos visto esa dimensión y ello está provocando diversas lecturas y reacciones. Por un lado el Presidente de la República ha llamado a reforzar la estrategia de la fuerza y ha urgido al Congreso de la Unión a aprobar las reformas pendientes en materia de combate a la delincuencia organizada y, al mismo tiempo su antecesor Vicente Fox pide pactar con los narcotraficantes una tregua.
Por supuesto que este esquema de actuación de los narcotraficantes, plantea la necesidad de un marco legal para las fuerzas armadas en sus tareas de auxilio a la seguridad pública, a través de la reforma a la Ley de Seguridad Nacional. Pero no debe circunscribirse la reacción del Estado sólo a una respuesta del uso de la fuerza, muchos menos que pueda derivar en afectación menoscabo de los derechos humanos por más crueles o cruentos que puedan ser los atentados. Ni el caos, ni la crisis de la inseguridad pública nos deben llevar a retroceder en la afirmación de libertades, derechos y sistema democrático. La respuesta debe ser en el ámbito de la justicia, penal, social, política y económica. Nunca una rendición, como parece proponerlo Fox, en la reacción más osada que generó el atentado de Monterrey.
El expresidente Vicente Fox sugiere negociar con los cárteles una tregua, "valorar la conveniencia de una ley de amnistía, promover acciones internacionales. He tomado la determinación de convertirme en una voz que convoca a México entero a un camino de paz y armonía. Lamento mucho tener que ser una voz discordante. Los hechos nos dicen que no es con violencia como se combate la violencia". No está mal plantear un esquema de negociación, pero jamás como lo plantea Fox.
En efecto, en Colombia, las autoridades plantearon esquemas de negociación con los capos, pero no en términos de una tregua, que significaría una brutal claudicación, ni mucho menos de una amnistía, porque representaría un reconocimiento político o ideológico a los que no son más que inescrupulosos delincuentes, ambiciosos asesinos.
La amnistía es un indulto, por delitos cometidos, partícularmente políticos.
Invocar ese tipo de negociación en este momento dramático, donde aparece el más absoluto desprecio por la vida con acciones de terror, sería conceder un carácter ideológico a lo que es puro negocio, afán de lucro sin límites.
Nuestro admirado paisano —de enorme y grata memoria para nosotros— , Carlos Montemayor, experto en temas de seguridad nacional y movimientos armados en México, descartó siempre una probable conexión o relación por ejemplo entre la guerrilla y los clanes del narcotráfico, como sí ocurrió en Colombia. "No sólo me parece impensable, sino ridículo. Está claro que los vínculos reales y que más interesan al narcotráfico se encuentran en las corporaciones policiales y militares, entre políticos y diversos niveles de la administración pública, con bancos y financieras en el lavado de dinero y en la inversión legal de recursos blanqueados. Éstos son los vínculos reales y útiles al narcotráfico. La guerrilla opera en otros órdenes sociales y con otros objetivos".
No es pues el caso mexicano. La negociación que se puede y, en efecto, debiera plantearse a los principales capos son los términos de "su entrega" a las autoridades y las condiciones para compurgar las sentencias no sólo en términos de seguridad personal, sino de delimitación de las culpas en el ámbito familiar. Pablo Escobar se entregó y se recluyó en una cárcel de su propiedad donde estuvo “preso” desde el 19 de junio de 1991 y hasta el 22 de julio de 1992 fecha en que se fugó antes de que se le trasladara a otra prisión menos lujosa.
Muchas son las cosas que se tienen que hacer en el corto, mediano y largo plazo para interpretar y responder adecuadamente a lo sucedido en Monterrey. Pero lo que esencialmente debiera significar el atentado al Casino Royale de Monterrey, es un trastocamiento. Etico, social, político, jurídico, pero sobre todo institucional. Además de alarmarnos o entristecernos, nos debiera alterar nuestra forma de actuar como sociedad y gobierno, en el conjunto de las responsabilidades que tenemos los actores públicos y privados frente al fenómeno delincuencial y tomar la oportunidad de redireccionar, corregir, reforzar y revisar nuestros compromisos. Y si realmente se trastocara para bien la conciencia social y la acción gubernamental, el actual orden de las cosas cambiaría como momento de quiebre en la lucha contra el narcotráfico.
Identifico este momento como definitorio para agregar al combate al narcotráfico, el combate a la corrupción y a la pobreza. Es hora de actuar en serio contra la impunidad, y revisar el injusto modelo económico que sigue concentrando los ingresos en unas cuantas manos. En la impunidad y en la miseria se anidan las más grandes frustraciones personales que luego se vuelven monstruos sociales.
No se librará la batalla contra el narcotráfico y sus bestiales crímenes, sino se atacan las causas de fondo. La corrupción que la engendra no sólo es policial, sino eminentemente política; ésta tampoco se circunscribe al ámbito de las instituciones de la seguridad o la procuración de justicia. La corrupción en México parece la gran batalla perdida de nuestra transición democrática, porque atraviesa a los distintos niveles de gobierno y a los poderes de la Unión. Se simula una cruzada contra ella, que en ninguna parte arroja una sola acción ejemplar. Los órganos de fiscalización de los Congresos Estatales, la Secretaría de la Función Pública y la Auditoría Superior de la Federación podrían desaparecer hoy mismo sin merma a las funciones públicas, y sí por el contrario representar un cuantioso ahorro al presupuesto nacional.
La inteligencia policial y militar que se utiliza en la guerra contra el maldito negocio de las drogas, está perfectamente enterada de los otros grandes negocios que al amparo de la corrupción gubernamental se hacen en el mundo de los buenos. El ejemplo no permea, el discurso se vuelve añicos.
El tráfico de drogas es un problema económico, no es un asunto de control territorial, ni mucho menos de patrullaje militar. Es un asunto de mercado, que adquiere para sí una cadena insospechada de producción y distribución en economías de bajos ingresos para las personas y de falta de oportunidades trabajo y educación para la población, sobre todo para los jóvenes. Por ello creo que hay que revertir por un lado la dinámica de operación de ese mercado de drogas al disminuir las ganancias y legalizar el comercio de algunas de ellas, tal y como sucede con el alcohol y el tabaco, causantes de muchas más muertes; o ponerlas bajo una regulación especial, como sucede con los inhalantes, que causan los peores efectos a la salud, y aportan el segundo lugar de muertes al año por las adicciones.
La política presupuestal y de ingresos en México debiera ser también el instrumento para modificar el actual modelo económico, y lograr una mas justa distribución de la riqueza nacional. No nos olvidemos que está ahí, la explicación de nuestro retraso social.
No hay comentarios:
Publicar un comentario