ROLANDO CORDERA CAMPOS
En los años 90 acometimos una gran transformación sin hacernos cargo de sus riesgos, y ni de nuestras capacidades para lidiar con ellos. La magia del mercado que iluminaba a Reagan, se transfirió a nuestras tierras sin pasar aduana y fue adoptada con un extraño sentido de pertenencia”, como dijera el economista colombiano José Antonio Ocampo, por las elites económicas y financieras y, desde luego, por los seguidores de los jóvenes turcos que habían traído la buena nueva desde Chicago o Stanford. Luego seguiría la gran mistificación con que se inaugurara la alternancia política.
Con la mitomanía de Fox y su séquito pos panista, como hubiera dicho Simone de Beauvoir, la cosa se puso grave y el país y sus grupos dirigentes entraron al mundo raro de la fantasía económica y política. Fue la era de los bonos que no podían sino traernos felicidad sin límites: bono demográfico para trabajar más y mejor, bono democrático para acabar con el autoritarismo y la corrupción, bono de la competitividad para ser siempre mejores.
Sintonizada férreamente a la de Estados Unidos, nuestra economía siguió su pauta recesiva de fin de siglo pero no la de su recuperación de los inicios del nuevo milenio. Nos fuimos de largo bajo la (im)prudente conducción de los magos de la economía de los mercados eficientes.
La trayectoria de lento crecimiento de largo plazo, iniciada en los años 80 del siglo XX, se afianzó y se vio acompañada por lo que en 1995 había ya asomado sus garras: el desempleo abierto de trabajadores formales, que no se recupera con facilidad en los momentos de ascenso económico y que, sin seguro de desempleo, no tiene otra que acudir al mundo raro de la informalidad que en buena medida es el de la marginalidad, concepto relegado pero tal vez todavía útil para aprehender una realidad que va más allá de la desocupación y la pobreza.
El gobierno de empresarios y para empresarios con que soñó Fox, se volvió gobierno del estancamiento en aras de la estabilidad financiera, preconizada por el vicepresidente Gil como virtud cardinal de la “buena” economía. El desempleo no se corrigió en sus tendencias de fondo, a pesar de la ignominiosa ofensiva foxiana contra la estadística económica y social y su diario empeño por manipular las realidades ominosas en la economía y la sociedad.
El mundo feliz que se vivía en Los Pinos aterrizó en la peor crisis política que nuestra democracia recién nacida haya vivido, al tratar de resolver de antemano la sucesión presidencial con el desafuero de López Obrador y así redimir sin más el famoso bono democrático. Mientras tanto, el tejido social se desgarraba en el desempleo y la informalidad y el crimen organizado se ofrecía como salida para los millones de jóvenes sin trabajo pero todavía con expectativas a la alza.
Los saldos de desempleo que da cuenta este sábado Roberto González Amador (p.24), son elocuentes: 2.5 millones de desempleados abiertos y 13,4 millones en la informalidad, que forman ya la mayoría de los ocupados. Estos hallazgos deben añadirse a los que la semana antepasada nos asestó Coneval sobre pobreza y desigualdad, y a los que con anterioridad presentó el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) con su índice de desarrollo humano para México.
Si los combinamos, estos alcances deberían ser suficientes para concluir que, primero, la forma de crecimiento tan festivamente adoptada a fines del siglo XX ya dio de sí o, como sostienen otros, simplemente no funcionó, porque no podía hacerlo dados sus fundamentos y la política económica adoptada. Segundo, que a pesar de sus logros en materia de salud o educación, casa y techo, la llamada política social es incapaz por sí sola de superar la pobreza masiva que nos caracteriza, cortarle las uñas a la desigualdad que nos acosa y levantar la mirada de lo mejor que tenemos como activo para el futuro: una juventud que día a día asiste al deterioro de sus capacidades, el achicamiento de sus expectativas y el cierre inmediato de las opciones para por lo menos irla pasando sin incurrir en riesgos mayores y degradantes.
Sin un mercado que por su tamaño y dinamismo induzca al riesgo productivo y la acumulación de capital, la perspectiva de un nuevo declive de la economía mundial encabezado por Estados Unidos se vuelve horizonte cercano cargado de tormentas eléctricas y vientos de huracán. Con la tripulación encabritada y a punto del motín, la nave republicana se acerca al encalle, mientras en el puente de mando no saben usar el telégrafo interior y los oficiales confunden el radar con el sonar, sin darse cuenta de que ninguno funciona, y que lo que queda es navegar al pairo.
Es en esta hora gris, si no es que negra, de la economía política nacional, que quiere continuarse la gran ilusión desatada por Fox y mantenida desastrosamente por Calderón al desconocer las cifras duras de la desigualdad y el empobrecimiento, por aquello de superar nuestros atavismos, y convocar a derruir un Estado de Bienestar “insostenible” pero dadivoso.
Frente a las realidades recogidas por las cifras e informes aludidos, podría decirse que estos intentos son parte de un infame desfile de irracionalidad y cinismo, infortunadamente promovido desde los medios de comunicación masiva y alimentado por optimistas de oficio, en sumisa imitación de lo peor de la derecha salvaje americana. Sin embargo, admitamos que esa evidencia no es suficiente para conmover a los que mandan ni unir a los que la sufren.
El mundo se configura al gusto de los poderosos, aunque con ello se dé un paso más al desastre y, aunque lo nuestro no sea de ese mundo, según el Evangelio de Hacienda, aquí se importa ese paquete de autoengaños en serie y se ofrece como gran solución un presupuesto austero.
Todo es grande en estos días, salvo el pensamiento de quienes supuestamente dirigen. Un pensamiento mágico pero sin realismo.
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