DIEGO VALADÉS
Hace más de 10 años un numeroso grupo de expertos y dirigentes políticos fue puesto en movimiento, convencido de la inminencia de una reforma del Estado. Se discutió todo, hasta el concepto mismo de reformar al Estado. El resultado fue un abultado catálogo de proyectos que en sólo unos meses fue olvidado y engrosó los archivos presidenciales. De entonces acá hemos practicado un ejercicio extenuante de muchas propuestas y pocas respuestas. Hoy el Congreso puede dar un paso en una dirección constructiva.
La reforma que se discute es apenas una parte de los grandes cambios institucionales que el país requiere; es el mínimo necesario para destrabar la parálisis cuyos efectos nocivos pagamos a diario. De ser aceptada, su virtud principal consistiría en marcar el inicio de la reconstrucción institucional del país. Aunque el precedente de un decenio estéril denota una tendencia, estoy persuadido de que todo cambia, así demore más de lo conveniente. Cada día que trascurre queda uno menos para que las reformas lleguen. Las resistencias al cambio son poderosas pero no eternas. Si bien la historia de las instituciones no es lineal, sí es progresiva, así padezca, como en el caso nuestro, puntos muertos. Hoy nos debatimos entre la renovación o el estancamiento institucional del país, pero podemos afirmar que dentro de unos lustros las instituciones nacionales serán muy diferentes. Esta generación será recordada como medrosa o como visionaria, según sepa o no conducir los cambios institucionales.
Hay un hecho más o menos claro: nos hemos habituado a que nada pase. La mutilación de la esperanza dio resultados. Hoy somos minoría quienes insistimos en reformar las instituciones. Incluso se postula que si no ha habido reformas es porque no se les necesita. En medio de la vorágine la atención se centra en los signos más alarmantes del deterioro nacional: violencia, inequidad, pobreza, escepticismo, desarticulación de la vida cotidiana. Es indispensable revertir el déficit de gobernabilidad que padecemos.
Las instituciones, como las tenemos, desde hace tiempo no dan para más; se han sostenido por inercia. En materia institucional somos un pasado que se enquistó. Estamos pagando el precio de habernos detenido. La pregunta de nuestro tiempo es: ¿nos atreveremos a cambiar? Espero que sí; no podemos resignarnos a perder todas las oportunidades.
La reforma que se discute tiene dos vertientes: una concernida con las relaciones entre los gobernantes; otra acerca de las relaciones entre gobernados y gobernantes. La primera tiende a auspiciar conductas cooperativas entre los agentes del poder, mientras que la segunda procura consolidar el sistema representativo. Si estas reformas fueran aprobadas, más adelante serán necesarias otras que establezcan controles políticos funcionales, que complementen las libertades públicas con las responsabilidades políticas y que transformen el régimen de gobierno. Por ahora sería de gran trascendencia dar este primer paso, aplazado en exceso. Esta decisión indicaría que el estiaje político ha terminado.
Las relaciones entre gobernados y gobernantes están muy deterioradas. Los gobernados necesitamos signos inequívocos de que seremos tomados en cuenta para algo más que votar. Queremos participar, o saber al menos que existen los medios para conseguirlo. Los instrumentos de la democracia semidirecta resultan muy atractivos. No importa si se utilizan con mayor o menor frecuencia; lo que cuenta es que se disponga de ellos.
Otro mecanismo para que la sociedad se apropie de la política es el de las candidaturas independientes. Si la reforma que se discute fuera aprobada pero los efectos en esta materia se pospusieran hasta 2015, los ciudadanos tendríamos razones para suponer que el diferimiento para aprobar la reforma fue con el propósito de regatearnos una opción de participación. El remedio constitucional es sencillo: no recomiendo modificar la disposición del artículo 105 en cuanto a que las leyes electorales no varíen en forma sustancial un año antes de los comicios, porque la certeza jurídica tiene una función crucial en esta materia. Lo que puede hacerse, sin afectar la vigencia de la regla general, es incluir en la Constitución un transitorio para que las reformas propuestas al artículo 35 en materia de candidaturas independientes sean aplicables en las elecciones de 2012. La excepción a la regla figuraría en el propio texto constitucional, de manera que el legislador ordinario podría formular las adecuaciones procedentes en un breve plazo, para que surtieran efecto en el año próximo.
Debe reconocerse que las candidaturas independientes presentan también aspectos adversos. En circunstancias tan graves como las que vive el país, la contaminación con dinero negro o foráneo es un riesgo real. Para superar este problema habrá que cuidar las normas de desarrollo que se redacten con posterioridad.
Aceptemos que cada cambio entraña riesgos y superemos las dudas paralizantes acerca de nuestra capacidad para sortearlos. Debemos tomar la decisión de no diferir más las reformas necesarias llevados por el misoneísmo o sometidos por el temor.
Una clave más de la reforma en cuanto a las relaciones entre gobernados y gobernantes es la reelección de nuestros representantes. Sin este instrumento de control por parte de los representados seguirá sucediendo lo que ha ocurrido por décadas: ¿cuántos ciudadanos conocen el nombre de sus representantes? Sabemos todos que los legisladores son representantes de la nación y no de un distrito; ni siquiera de un estado, pero el asunto que interesa no es sólo el constitucional; también es el político. La mayor parte de los electores de un distrito no suele recordar la identidad del elegido; a veces ni siquiera el partido al que pertenece el representante.
La cultura política ganará mucho el día que la mayoría de los ciudadanos esté pendiente de la actuación cotidiana de quienes merecieron su voto. Una visión entre paternalista y ofensiva dice que no podemos aspirar a la reelección porque los ciudadanos, en nuestra ignorancia, quedaríamos expuestos a la manipulación. A quienes así afirman, les recuerdo que ese mismo fue el argumento para oponerse al sufragio directo, al sufragio universal, al sufragio secreto, al sufragio femenino y al sufragio juvenil. La experiencia demuestra que estaban equivocados, y siguen estándolo. La reelección no es un derecho de los elegidos, es un derecho de los electores. Ahora se niega el derecho a reelegir con los mismos argumentos que antaño se limitaba el de elegir. En una sociedad democrática el poder soberano se ejerce en las urnas y no son aceptables las restricciones electorales que impidan a los ciudadanos juzgar por sí mismos los méritos o los defectos de quienes los representan.
La no reelección legislativa, adoptada en 1933, obedeció a dos objetivos: uno, consolidar al naciente Partido Nacional Revolucionario, impidiendo que los aspirantes a los cargos de elección emigraran a otros partidos para participar en las elecciones. El segundo consistía en poner en manos del presidente las candidaturas al Congreso, para tener un firme control del poder.
La reelección legislativa no tiene nada que ver con la indeseable e inadmisible reelección presidencial. Cuando se dice que aceptar la primera es enfilarnos a la segunda, se incurre en una falacia. La reelección legislativa fortalece al sistema representativo. En cuanto a los presidentes, hay mayor peligro de que alguno intente la reelección en tanto más frágil sea el sistema representativo.
La reelección propicia el mayor involucramiento de los electores en la vida pública, porque tiende a familiarizarlos con la gestión de sus representantes. Además, cuando los representantes adviertan que su presencia puede ser más amplia que la del gobierno, estarán más inclinados a tomar decisiones de largo plazo, indispensables en el éxito de un Estado democrático. Quienes suelen oponerse a la reelección son las estructuras oligárquicas del poder, porque advierten que con esa medida pierden el control de las candidaturas. Esto es lo que sucede cuando los potenciales candidatos invierten el orden de sus prelaciones y le dan un mayor peso a las decisiones de las bases que a los designios de las cúpulas.
La reelección no es una panacea, como tampoco lo es la elección. Los errores democráticos existen y la posible manipulación del voto siempre está presente. Ninguna de las medidas propuestas es perfecta, porque no existen democracias ni constituciones perfectas; pero aun así, es lo que queríamos y es lo que seguimos queriendo: queremos la democracia gobernante con todas sus consecuencias. De un buen diseño institucional dependerá que los defectos se atenúen y las ventajas se multipliquen.
Por lo que atañe a la relación entre los gobernantes, la iniciativa preferente permitirá que los presidentes se sientan cómodos con una realidad que hasta ahora les ha sido difícil de asimilar: el pluralismo. Hay gran distancia entre la aceptación teórica del pluralismo y la convivencia práctica con una multiplicidad de fuerzas y de corrientes políticas. Esta modalidad de iniciativa ayudará a ver que los cambios institucionales son el mejor camino para resolver los problemas que plantea la democracia.
La retórica de la intransigencia ha invadido el discurso político. Las frecuentes acusaciones de obstruccionismo dirigidas al Congreso erosionan la percepción ciudadana de los partidos y del sistema representativo. Para superar esa tendencia es conveniente que el presidente disponga de un instrumento que le permita jerarquizar sus prioridades cuando formule iniciativas de ley. Debo aclarar, sin embargo, que donde esta facultad se ha establecido, los gobiernos discuten los proyectos de iniciativa en el gabinete. Éste todavía no es el caso de México, pero el camino se andará.
Por otra parte, la adición propuesta al artículo 87 me parece de gran importancia: “Si por cualquier circunstancia el presidente no pudiere rendir la protesta en los términos del párrafo anterior, lo hará de inmediato ante el Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación”.
En la doctrina mexicana se discute si el juramento al que alude ese precepto es declarativo o constitutivo. Quienes sustentan la primera opción señalan que el dictamen del Tribunal Electoral es suficiente para que surta efectos la elección de un presidente. Yo me inclino por la segunda interpretación, porque no me convence que en una norma suprema haya disposiciones que no sean normativas, y porque además el artículo 128 es categórico: “Todo funcionario público, sin excepción alguna, antes de tomar posesión de su encargo, prestará la protesta de guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen”.
Pero al margen del debate académico, sabemos que la realidad política está llena de tensiones que no parecen ir a menos. Recordemos los peligros que se cernieron sobre el país con motivo de la jornada del 1° de diciembre de 2006. Viendo hacia el futuro, ¿qué sentido tendría exponer al Estado mexicano con motivo de la toma de posesión en 2012? Las tendencias dominantes nos deben poner en alerta; si el año próximo no se reuniera el Congreso en la fecha establecida, estallaría una crisis constitucional. Supongo que la probabilidad de que esto ocurra es mínima, pero aun así es prudente conjurarla.
Por lo que respecta al procedimiento propuesto para la sustitución presidencial, considero que es el mejor posible, porque la vicepresidencia es una institución de malos recuerdos entre nosotros, y la asignación de la función sustitutoria a miembros de otros órganos del poder implica tensiones y riesgos innecesarios.
Las reformas proyectadas permitirán resolver con diligencia la desafortunada circunstancia de padecer la falta absoluta de un presidente. Sugiero, no obstante, un pequeño cambio. En relación con el presidente interino y el sustituto, al final del párrafo 3° del artículo 84 se dice: “El así electo iniciará su encargo y rendirá protesta ante el Congreso siete días después de concluido el proceso electoral”. Para evitar equívocos, recomiendo que se tenga en cuenta la reforma proyectada para el artículo 87, y que ese párrafo diga: “El así electo tomará posesión de su cargo, en los términos del artículo 87, siete días después de concluido el proceso electoral”. De esta manera la protesta se podría presentar ante la Comisión Permanente o ante el presidente de la Corte.
Nuestra democracia está apenas en obra negra. El sistema electoral fue construido en décadas pero está siendo demolido en años. El caciquismo intenta corromper a los electores, a veces con éxito. Los magnates del poder están decididos a comprar lo que se venda y a usurpar lo que se resista. La pendiente resbaladiza está demasiado inclinada.
De ser aprobada, la reforma tendría efectos en el corto y en el largo plazos. Lo primero corresponde a las elecciones federales venideras; lo segundo, al nuevo diseño de las instituciones. Con esto despejaríamos las cuestiones de qué tipo de elecciones queremos en 2012 y qué régimen de gobierno deseamos a partir de ese año.
La reforma que se discute tiene elementos de equilibrio que permitirían compensar algunas exigencias ciudadanas con algunas necesidades del poder. En cuanto a los ciudadanos, generaría confianza el disponer de referéndum, iniciativa popular, candidaturas independientes y reelección legislativa. Por lo que toca al poder, aportarían estabilidad la iniciativa preferente; la reconducción y el veto presidencial en materia presupuestaria; la ratificación de los integrantes de organismos del Estado; la definición de un mecanismo expedito de sustitución presidencial en el caso de falta absoluta, y la certidumbre de rendir la protesta al asumir el cargo.
No debe producir sobresaltos que hablemos de candidaturas independientes. Hacer referencia a la naturaleza independiente de las candidaturas ciudadanas no implica una calificación negativa para las candidaturas de partido. Se trata de una expresión convencional a la que no hay que buscarle un segundo sentido. Estas candidaturas son un fenómeno comprensible cuando las opciones para constituir partidos son tan restrictivas como las que ahora existen. Una tarea pendiente será hacer más flexible la formación de nuevos partidos, porque las reglas actuales limitan los alcances del artículo 41 constitucional.
Los siguientes comicios federales van a poner a prueba el talante democrático de las organizaciones políticas y de sus abanderados. Si para entonces no hubiera la posibilidad de registrar candidatos independientes, es probable que un sector de los electores se considere injustamente preterido. También podría ocurrir que existiendo la oportunidad legal, no se registrara ningún candidato por esa vía. En este caso se podría inferir que las opciones de los partidos son suficientes para la mayoría de los electores.
Más de seis años atrás fuimos muchos quienes advertimos públicamente que el proceso de 2006 presagiaba tensiones importantes y sugerimos soluciones. En mi caso propuse instituir un sistema de gabinete que permitiera a los presidentes construir la mayoría necesaria para gobernar a partir de la aprobación del programa de gobierno y de los titulares de las secretarías por parte de una de las cámaras del Congreso. Considero que los estragos habrían sido menores y la gobernabilidad presente sería mayor si se hubiese dispuesto de esos instrumentos para conformar una coalición de gobierno.
Las condiciones imperantes hacen predecible circunstancias aún más difíciles para las próximas elecciones, porque la animosidad se ha desencadenado prematuramente, y porque algunos partidos parecen tener fisuras de diferente magnitud. Los mecanismos previstos en el proyecto que se discute pueden contribuir a un ambiente más constructivo porque la ciudadanía se vería atendida, el sistema representativo se fortalecería y el presidente dispondría de medios para iniciar su gobierno en condiciones de gobernabilidad. Además, se habría despejado el horizonte de las reformas institucionales y se propiciaría que en la campaña se propusieran otras más para continuar los cambios que ahora hubieran sido adoptados. Esto introduciría al proceso electoral un contenido positivo en lugar de ahondar lo que en este momento tanto se teme: una campaña acre y destructiva.
Hace unos meses un grupo de ciudadanos, entre los que me encuentro, propuso una reforma legal para organizar mejor el uso de los spots electorales. No hubo resultados y es posible que el año próximo la sociedad se vea intoxicada por casi 40 millones de microemisiones que podrán envenenar un ambiente ya de suyo crispado. Si se consigue que los partidos y los candidatos compitan con propuestas de Estado, para construir los instrumentos que garanticen la gobernabilidad en el futuro, los mexicanos alentaremos la confianza en un amanecer diferente. De no ser así, desde ahora es posible prever que ningún partido y ningún presidente podrán hacer otra cosa, a partir del 1° de diciembre de 2012, que enfrentar a una sociedad hastiada por la inequidad, la violencia y la corrupción.
El mayor mérito de la reforma que se discute será servir como punto de partida para propuestas más ambiciosas. Hay muchas y todas son conocidas, pero por ahora considero que lo que cuenta es comenzar. Más adelante habrá que discutir el régimen de gobierno, porque el actual está estructuralmente vencido, y muchos otros temas que auspiciarán la transformación de nuestro sistema constitucional.
La Constitución podría acercarse a su etapa final. Estamos a menos de seis años de su centenario, y si no aprovechamos este periodo para introducirle reformas sucesivas que la transformen, será difícil eludir el debate sobre su sustitución total en 2017. El tiempo pasará veloz. No controvierto la posible utilidad de una nueva Constitución, pero nadie es capaz de predecir el déficit de gobernabilidad que para entonces podríamos padecer si no comenzáramos el proceso reformador desde ahora. Si alguna vez hemos de darnos una nueva norma suprema, deberemos procurar que se discuta en condiciones razonables y constructivas, y no como consecuencia de una situación que se haya salido de control.
En México la democracia constitucional está en peligro. El optimismo que nos queda es un acto de voluntad. Es imperativo hacer un esfuerzo mayor para sortear males máximos. La sociedad está en manos del Congreso, porque en materia de reformas constitucionales el presidente no tiene veto. En este recinto de todos los mexicanos ratifico mi confianza en los legisladores para que inicien la reconstrucción institucional que nos permita arribar a un sistema constitucional mejor diseñado y balanceado, y dejemos atrás el presidencialismo caduco que se resiste a cambiar.
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