PEDRO SALAZAR UGARTE
Estas reflexiones tienen su origen en un seminario internacional celebrado en el mes de marzo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. La finalidad de dicho seminario —al que acudieron muchos comisionados de transparencia de toda la República— fue celebrar la reciente aprobación, en el seno de la Organización de los Estados Americanos (OEA), de una Ley Modelo Interamericana sobre Acceso a la Información Pública. Se trató de todo un acontecimiento jurídico y político porque dicho documento se presenta como un referente modélico para la aprobación y reforma de las leyes regionales en esta delicada materia. De hecho, el texto fue producto de los esfuerzos de un grupo de expertos internacionales —dentro de los que se cuenta a una representante del propio iij-unam y a una comisionada del Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos (IFAI)— y se ofrece como una ruta de navegación para que las naciones de la región se sintonicen con esta agenda prometedora que busca, por un lado, contribuir a la formación de una ciudadanía informada y, por el otro, inhibir y combatir prácticas nocivas como la corrupción.
I.
Después de leer el documento de la oea pensando en México, llamó mi atención que su texto, en lo general, no difiere mucho de la ley en la materia que ha estado vigente desde 2002 y, sobre todo, no es más ambicioso que el texto de nuestro Artículo 6º constitucional (reformado en 2007). De hecho, me atrevo a sostener que —sobre todo si se aprueba la reforma a la ley en la materia que está en proceso de ratificación legislativa en este mismo año— la legislación mexicana es el modelo de la Ley Modelo. Lo cual es digno de celebrarse pero, como sostendré en este breve texto, también puede ser motivo de preocupación.
II.
La primera conclusión que podemos extraer de esta coincidencia normativa —entre nuestra legislación vigente y el modelo que se ofrece para los países de la región— es que la discusión en México ya no es —al menos no prioritariamente— legislativa. O mejor dicho: ya no debe serlo. Nuestro problema ya no es la inexistencia de una legislación en la materia ni el modelo de la misma. Y no lo es, insisto, sobre todo si nos atenemos al texto del Artículo 6º constitucional (y pensamos, por ejemplo, en nuestra flamante Ley de Datos Personales). En México, sin exageraciones, el ánimo de aquella famosa sentencia de la Corte Interamericana que abrió la puerta a la ola de la transparencia de la región —el conocido caso Claude Reyes vs. Chile— aterrizó desde hace años. Y lo hizo, en el plano normativo e institucional, con contundencia.
Nuestro problema hoy está en otro lado. Y es muy delicado. Porque, aunque tenemos un excelente marco constitucional y una legislación aceptable, no hemos logrado transformar la realidad política y social como se suponía que lo haríamos con la agenda de la transparencia. Basta con pensar en el Índice de Percepción de Corrupción elaborado por Transparencia Internacional. Según las cifras del año pasado, México se ubica en el lugar 98 de 178 países junto a estados como Egipto (antes del colapso) y Burkina Faso. Mientras la década de la transparencia avanzaba, de hecho, el país caía 10 lugares en la lista de los países con mayores índices de corrupción (según las percepciones de los inversionistas, analistas y actores financieros entrevistados). La paradoja no podría ser más cruel: ahora resulta que el año en el que nuestro país obtuvo su mejor calificación fue en 2001, colocándose en el lugar 51 de 178 países, justo antes de la aprobación de la Ley Federal de Transparencia. Y esto, vale la pena advertirlo con claridad, anuncia un fracaso no sólo en el ámbito federal sino quizá también en el terreno local. Probablemente somos más transparentes, pero los ciudadanos piensan que también somos más corruptos.
Creo que esta paradoja nos obliga a reflexionar seriamente sobre, por lo menos, cuatro cuestiones: (1) la compleja relación que existe entre transición democrática, expectativas ciudadanas y corrupción; (2) la relación entre transparencia y percepciones ciudadanas de corrupción; (3) el límite de las reformas legislativas (y en general de las normas e instituciones) para transformar la realidad política, y (4) en el caso concreto, el desempeño y la responsabilidad de los órganos garantes en la materia (el ifai y los institutos locales).
A continuación, ofreceré unos breves apuntes de reflexión sobre cada rubro. Lo cual, inevitablemente, me obligará a generalizar y a aventurar conclusiones apresuradas. Por eso me parece importante prevenir a los lectores de que estas reflexiones son meras especulaciones teóricas que requerirían una confirmación/refutación empírica que yo no soy capaz de desarrollar. Mucho menos en este breve espacio. Mis cavilaciones sólo buscan problematizar algunas cuestiones que, de ser atinadas, nos obligan a hacer un alto en el camino para replantear algunas de las estrategias en materia de transparencia.
III.
La transición democrática en México tuvo lugar y fue exitosa gracias a un conjunto de reformas institucionales, sobre todo en el ámbito electoral. Sobre ello, por fortuna, cada vez existe un consenso más amplio. El problema es que la transición estuvo acompañada de múltiples expectativas en diferentes ámbitos que se vieron frustradas. Ni el problema económico, ni el rezago social —por citar los dos rubros más sentidos— fueron resueltos con la democratización. En el tema de la corrupción las cosas no fueron mejores. De hecho, incluso empeoraron porque los mexicanos tuvimos que reconocer que el problema abarcaba a todos los partidos políticos y todos los niveles de gobierno. Lo cierto es que la corrupción resultó un mal generalizado que no fue exorcizado con la democratización. Desconozco cuál sea el efecto en el mediano plazo de esta “promesa incumplida” de la democracia (para utilizar una sugerente figura bobbiana) pero imagino que una parte importante del desapego social a las instituciones políticas pasa por esta vertiente. Sabemos que las democracias no son necesariamente más corruptas que las autocracias pero sabemos, asimismo —y ahora a los mexicanos nos consta—, que también lo son.
En esta dirección, la agenda de la transparencia juega una función interesante y paradójica. Por una parte, resulta sensato suponer que, entre más transparencia y mayor posibilidad de conocer qué es lo que hacen las autoridades con los recursos y las facultades que las leyes les otorgan, más fácil será conocer los actos de corrupción. Y, en este sentido, la correlación positiva entre transparencia y mayor percepción de corrupción parecería ser inevitable y estar justificada. Pero por otro lado, en principio, se supone que la agenda de la transparencia también debe servir para abatir la corrupción. De lo contrario llegaríamos a una conclusión desoladora: “La corrupción es inevitable y a lo único que podemos aspirar, en la democracia, es a dar testimonio de la misma”. Para evitar que este despropósito se convierta en regla, la agenda de la transparencia y del Derecho de Acceso a la Información (dai) prometen ejercer una función inhibitoria y, sobre todo, aportar los elementos necesarios para que los actos de corrupción sean castigados. Las leyes e instituciones en la materia han sido creadas con esa finalidad y es eso en lo que están fallando. O, acaso, ¿creamos el ifai y los institutos de Transparencia en los estados para que sirvan como acicates del cinismo colectivo?
IV.
Pensando en esta última cuestión que he planteado, me viene a la mente una idea que le escuché hace tiempo a Sergio López Ayllón: el peligro del “fetichismo legislativo”. Esta sugerente ocurrencia conceptual —inspirada en la idea del fetichismo institucional de Amartya Sen— tiene mucho sentido cuando reflexionamos sobre nuestras leyes e instituciones de transparencia. La preocupación de López Ayllón apunta a la vieja práctica —muy común en América Latina— de cambiar las normas (crear leyes, reformar códigos, etcétera) con la finalidad de resolver problemas concretos pero sin contemplar las medidas y acciones necesarias para garantizar que éstas surtan los efectos esperados. Esto puede verificarse por diversos motivos: porque no se crean los medios jurídicos y técnicos para implementar las nuevas normas; porque no se asignan las partidas presupuestales necesarias o, simplemente, porque no se elige a las personas adecuadas —por su capacidad técnica y su compromiso institucional— para emprender los cambios.
Cuando esta práctica se impone, las leyes sólo sirven como un conjuro normativo que resulta estéril. Se trata de un tema estudiado en el ámbito de la teoría jurídica que técnicamente se conoce como ineficacia normativa y que, en el sentido político que López Ayllón le ha dado al término, tiene un doble efecto pernicioso: (1) no se verifican las trasformaciones que la nueva legislación pretendía provocar y, con ello, (2) se erosiona sensiblemente la confianza ciudadana en el ordenamiento jurídico y en las instituciones estatales.
Creo que el mal que aqueja al expediente de la transparencia y del derecho de acceso a la información pública en México, potencialmente, es del tipo del fetichismo legislativo. Las leyes e instituciones de transparencia (y ahora, en el nivel federal, también de datos personales) fueron creadas para funcionar y contaron con los recursos necesarios para hacerlo y, sin embargo, no han logrado impactar en la realidad como se suponía que debían hacerlo. Eso debería llamar la atención y preocupar seriamente a los autores de la Ley Modelo Interamericana. Dejo caer tres simples preguntas que emergen de una lectura atenta de nuestro Artículo 6º de la Constitución: ¿cuáles entidades operan utilizando los famosos “indicadores de gestión”?, ¿en dónde están los “archivos administrativos actualizados” prometidos?, ¿cuáles son las sanciones y quiénes son los sancionados por dejar de observar obligaciones en materia de acceso a la información pública?
Si a estas omisiones agregamos la prácticamente nula penetración de la cultura de la transparencia en la función pública y la exigua apropiación del derecho de acceso a la información por parte de las personas, tenemos un saldo insatisfactorio. Y la conclusión vale, permítanme reiterarlo, tanto en el ámbito federal como en el terreno de gran parte de las entidades federativas (en unas más que en otras pero, en general, a lo largo y ancho del país). Se trata de un problema estructural que aqueja a la agenda de la transparencia en su conjunto y que se resuelve con declaraciones en prensa y advertencias discursivas de éste o aquel comisionado en los medios de comunicación (muchas veces, de hecho, denunciando lagunas jurídicas o falta de compromiso de otras instituciones con la agenda que les toca poner en marcha).
V.
Finalmente, los institutos de Transparencia deberían reflexionar seriamente sobre el sentido de su función institucional y replantear las estrategias de su actuación para cumplir con su mandato. Ha llegado el momento de abandonar la discusión sobre el derecho para ocuparse del análisis crítico de los hechos. Sin desconocer algunos defectos en la legislación —y algunas tendencias regresivas que siempre amenazarán la transparencia—, lo cierto es que los órganos garantes (piénsese tan sólo en el ifai) cuentan con recursos jurídicos y económicos suficientes para hacer su tarea. Y, en esa dirección, los esfuerzos institucionales deben centrarse en la profesionalización de sus cuadros, en el fortalecimiento técnico de sus tareas, en la despolitización de sus agendas y en la optimización de sus recursos. Su misión ya no está en impulsar nuevas normas y conseguir recursos sino en implementar aquéllas y erogar éstos. Para hacerlo de manera eficiente y responsable, me parece, deben evitar las dinámicas burocráticas autorreferentes (tan comunes en las instituciones con órganos directivos colegiados) y la tendencia al victimismo institucional (propias de los órganos de garantía que deben enfrentar resistencia de los poderes regulados).
No perdamos de vista que las instituciones encargadas de brindar protección a dos de nuestros derechos fundamentales —acceso a la información y protección de datos personales— y de garantizar la transparencia de la gestión pública, también deben rendir cuentas de los resultados de su gestión. No podría ser de otra manera: si el ifai y los institutos locales fracasan, habremos perdido una batalla genuinamente ciudadana para limitar al poder. Y el fracaso también se materializa si esas instituciones no logran ganarse la confianza ciudadana (herramienta esencial para su labor) y si no logran impactar en el funcionamiento de la administración pública (finalidad última que justifica su existencia). Por ello deben preocuparnos tanto los índices de percepción de la corrupción como la ausencia de una cultura de la transparencia (tanto en la ciudadanía como en el sector público). El escepticismo en estas materias constituye una derrota.
Los institutos de Transparencia, a diferencia de los institutos electorales o de las comisiones de Derechos Humanos, surgieron en tiempos de democracia. No son instituciones de la transición sino institutos para la consolidación. Nacieron, como pocas instituciones en la historia del país, con la confianza de su lado. Ello conlleva responsabilidades y oportunidades que sus comisionados no deben eludir. La agenda que tienen a su cargo es tan ambiciosa que, si no organizan sus prioridades y si no actúan combinando la especialización técnica con ética de la responsabilidad, fácilmente pueden perder el rumbo. A los institutos electorales los ha desgastado el golpeteo interno y externo en diferentes etapas de su vida institucional pero, dada la naturaleza de su misión y la periodicidad implacable de su tarea sustantiva, han logrado conservar el horizonte. Cada tres años, pase lo que pase, están llamados a organizar elecciones. Los institutos de Transparencia también están sometidos a una presión externa equivalente pero su misión sustantiva no está atada a un calendario cierto. Ello, paradójicamente, puede jugar en su contra. Por eso no pueden permitirse la ceguera de taller y deben evitar a toda costa la corrosiva politiquería interna. Los comisionados deben tener presente que están sujetos a una agenda de largo plazo contenida en la Constitución y en las poderosas leyes que deben convertir en realidades.
Hoy que tienen la legitimidad y los recursos económicos, estas nuevas instituciones deben trazar estrategias y ordenar prioridades para lograr que México no sólo sea un ejemplo de incorporación de la Ley Modelo Interamericana sino también el paradigma de su implementación. El país lo necesita y lo merece.
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