PEDRO SALAZAR UGARTE
Cae el telón de una etapa en la vida del Tribunal Electoral Federal. Hoy, 5 de agosto, concluye la presidencia que emergió de un escándalo y que recayó, por primera vez desde su creación, en manos de una mujer: María del Carmen Alanís. Por ese sólo hecho, pasará a la historia de la justicia electoral mexicana. Ahora ella y sus colegas —con, al menos, el voto de cuatro de ellos— decidirán quién quedará a cargo del tribunal por el próximo cuatrienio. Y, aunque la reelección es jurídicamente posible, el fin de esta gestión es buen momento para hacer un corte de caja.
Un profesor del CIDE me ha hecho notar que Alanís ha sido una notable administradora judicial y no le falta razón. En estos años logró conformar un equipo de funcionarios diligentes que dotó de eficacia al funcionamiento cotidiano del tribunal. A la verticalidad extrema que sigue caracterizando a esa institución, Alanís y su equipo supieron inyectarle dinamismo. Es cierto que las formas cortesanas —que hacen de los magistrados una especie de sultanes judiciales— se mantuvieron intactas, pero también lo es que la gestión institucional se agilizó y se transparentó notablemente. En este sentido, como administradora pública, Alanís confirmó sus dotes. Además, ningún escándalo económico ha empañado el fin de su mandato.
Por otra parte, con ella a la cabeza, la Sala Superior, renovada en 2006, encontró finalmente un rostro propio. El mérito le corresponde a todos los magistrados —e incluso es resultado del simple paso del tiempo—, pero creo que será posible hablar del “tribunal de Alanís” para hacer referencia a una gestión que encapsuló una época. Y eso no es tan fácil: ¿Quién habla, por ejemplo, del “tribunal de Fuentes”? Como líder, la maestra sí ha logrado dejar huella. Lo cual —que quede claro— nada nos dice de los atributos que distinguen al tribunal que ha encabezado. Para mí, por ejemplo, ha sido un tribunal político y, como pienso que eso está mal, desapruebo su talante. La politización que critico y repruebo no es la que proviene de la materia electoral a su cargo sino la que emerge de una estrategia que, para decirlo coloquialmente, privilegia la grilla sobre la técnica.
Por ello, a mi juicio, el rostro negativo del “tribunal de Alanís”, paradójicamente, es el jurisdiccional. Leo con frecuencia sus sentencias —de hecho conduzco un programa de televisión del propio tribunal dedicado al análisis de las mismas en el que, debo decirlo, mis críticas y opiniones siempre han sido respetadas— y, aunque existen algunas decisiones notables, en general, me parecen deficientes. Y no porque no comparta el sentido de las mismas —lo cual, como es natural, no siempre sucede— sino porque adolecen de solidez interna y de consistencia cuando se les valora en conjunto. Este último es su principal defecto. Sobre todo cuando la inconsistencia argumentativa —o la ruptura con los precedentes— se verifica en casos políticamente clamorosos. Ahí emergen las peores criaturas del maridaje entre la politización y las deficiencias técnicas (de lo cual son corresponsables la presidenta y todos los magistrados). Tres sentencias son ejemplares de esa tendencia: el caso de los spots publicitarios del PVEM y el caso Sodi en 2009 y, recientemente, el caso del V Informe de Gobierno de Peña Nieto. Se trata de tres sentencias entre un centenar de decisiones pero, por su importancia específica y su relevancia jurídico/política, merecen una atención y una valoración propias. A los tribunales, por encima de cualquier otra consideración, se les recuerda por algunas decisiones fundamentales que marcaron al ambiente jurídico de su época. Por eso de nada sirve la estadística cuando se trata de calibrar la estatura de los tribunales constitucionales: ¿De qué sirve una decena de decisiones correctas en asuntos menores si en una decisión clave se abren las puertas del fraude a la ley? Me temo que por esta última clase de sentencias también será recordada esta etapa del TEPJF.
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