OLGA PELLICER
Cuando parecía que la economía mexicana se estaba recuperando, las exportaciones crecían, las inversiones extranjeras subían y hasta se podía hablar de aumento del empleo, las malas noticias han hecho sonar la alarma. La recesión que comenzó en 2008 no ha terminado; sus manifestaciones actuales son aún más devastadoras. Los países del Atlántico norte, Europa occidental y Estados Unidos, se encuentran ante graves problemas derivados del aumento de su déficit público, las dificultades para pagar sus deudas y la imposibilidad de encontrar nuevos caminos para reanimar sus economías. El futuro no será halagador en esos países: habrá una disminución de sus gastos gubernamentales, los ritmos de crecimiento de su economía serán muy lentos, el desempleo seguirá al alza, sobre todo entre los jóvenes. Para México, muy vulnerable a lo que ocurre en el exterior, las perspectivas son una repetición de lo ocurrido en 2009.
Importa tener presente que el comercio exterior representa un porcentaje muy alto del PIB en México, cerca del 60%. El comportamiento del mismo, alrededor de 65% con Estados Unidos, es fundamental para el crecimiento de la economía mexicana. No es extraño que en 2009, como reflejo de la recesión en aquel país, el PIB en México cayera 6% y se perdieran más de 700 mil empleos. Las cifras desfavorables sobre la situación social en México que salieron a la luz en el censo de 2010 son, en gran medida, el resultado de esa caída.
Los problemas renovados de la situación económica externa llegan en un momento político muy complejo para México. Pronto empezarán las campañas electorales para la Presidencia y, ciertamente, no es fácil para un candidato escoger ese momento para comprometerse con medidas económicas que pueden ser impopulares entre ciertos sectores. Por ejemplo, una reforma fiscal que grave a los grupos de mayores ingresos.
Sin embargo, la dimensión de la crisis es tan seria que resulta difícil ignorarla para quienes pretenden alcanzar la conducción del país en 2012. Por ello, a pesar de sus aspectos negativos, puede convertirse en un factor que propicie que las campañas sean algo más que espectáculos televisivos y se tome como oportunidad para una reflexión más sustantiva sobre los problemas nacionales.
Ante la gravedad de éstos últimos, es difícil creer que se podrá alcanzar la Presidencia sin la voluntad y la capacidad de presentar a la ciudadanía un proyecto político serio. Como señalaba hace una semana Luis Rubio en el periódico Reforma, la victoria requiere al menos de la conjunción de tres factores: “liderazgo creíble, proyecto convincente y estructura organizacional”. La cuestión aquí es determinar qué elementos debe contener un proyecto de gobierno para ser convincente.
Una de las omisiones más dramáticas del debate nacional es reconocer el grado en que los problemas internos están sujetos a lo que ocurre en el exterior. A pesar de las experiencias recientes, la élite política y buen número de comentaristas siguen empeñados en ver la relación con el exterior como algo secundario. Al parecer hay una explicación para ese desinterés: hablar de los factores externos no sube el rating de los comunicadores. Mejor discutir hasta el cansancio sobre el pleito al interior de los partidos políticos que dedicar algunos momentos a reflexionar sobre cómo nos va a ir con la segunda etapa de la crisis económica.
Ahora bien, ese desinterés ya alcanzó un límite. Cuando los problemas tan serios que vive el país, desde los relativos a la criminalidad hasta los concernientes al futuro de la economía, están tan obviamente vinculados al exterior, ningún candidato serio puede pasar por alto esa dimensión. Si algo demuestran los problemas que estamos viviendo es que éstos no se entienden sin una clara visión de lo que ocurre más allá de nuestras fronteras, principalmente en Estados Unidos. Todo programa de gobierno debe partir de ese reconocimiento. Sustituirlo por frases demagógicas de defensa de la soberanía y búsqueda de independencia es la mejor manera de restar credibilidad a cualquier candidato.
El primer gran dilema que debe contemplar un proyecto es hasta dónde buscar la diversificación y hasta dónde un mejor entendimiento con Estados Unidos. En realidad, ambos objetivos no están reñidos. Hoy por hoy la relación más importante de México es con Estados Unidos, país con el cual urge buscar caminos conjuntos para la recuperación económica. Por ejemplo, la elevación de salarios en China está devolviendo atractivo a la inversión estadunidense en México por los bajos costos que supone la cercanía. De México depende, a su vez, determinar cómo aprovechar mejor esos nuevos flujos de inversión.
A su vez, la diversificación es indispensable. No se trata de sustituir a Estados Unidos, sino de alcanzar una diversificación realista, de 5% a 10% mayor de la que existe ahora. Para ese objetivo, la mirada se debe dirigir hacia los horizontes más promisorios, que en este momento se encuentran en Asia. Por lo que se refiere a otros países de América Latina, México se encuentra seriamente atrasado en sus relaciones con esa región, que se ha convertido, sin duda, en el centro más dinámico del comercio y las finanzas internacionales. Para Brasil, China ya es su primer socio comercial, además de haber acordado importantes proyectos de cooperación en cuestiones de energía y tecnología espacial.
La crisis económica en los países occidentales es el punto de partida para una profunda reconsideración de la posición de México en el mundo, sus posibilidades y los retos a que debe hacer frente. Si la élite política no lleva sus reflexiones a la altura que exigen esos retos, mantiene la superficialidad de sus pronunciamientos y no señala objetivos hacia el futuro y la forma de alcanzarlos, se habrá perdido la posibilidad de convertir esta crisis en oportunidad.
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