JULIO JUÁREZ GÁMIZ
Las revueltas públicas no son cosa nueva en la Gran Bretaña, el antecedente inmediato sucedió en octubre de 1985 en casi los mismos puntos de ahora, particularmente en el barrio de Tottenham al norte de Londres. Sin embargo, muchas cosas han cambiado. Lo del 85 era la respuesta de grupos marginados ante el impasible statu quo británico que les había cerrado las puertas por su color de piel u origen étnico, negros y musulmanes principalmente. Lo de ahora son grupos principalmente de jóvenes que sienten como derecho legítimo incendiar la tienda de una peluquera negra con tal de ser parte del amotinamiento y revender los productos que ahí encuentren.
Margaret Thatcher pontificaba con orgullo que la sociedad como tal no existía, existían, eso si, un cúmulo de individuos que buscaban una vida prospera de acuerdo a sus propias capacidades y limitaciones. Corrían los años ochenta en la Gran Bretaña y la fiera intención por desmantelar al Estado británico, hacerlo más ligero financieramente, avanzaba bajo el mando de la dama de hierro. Las privatizaciones estaban a la orden del día y como piezas de dominó caían en manos privadas lo mismo el monopolio estatal de las telecomunicaciones, British Telecom (BT), que la industria del acero, el gas y el carbón. Adiós sindicatos, hola individuos.
Hoy la Gran Bretaña padece una severa crisis social. Como sociedad adulta atraviesa la crisis de los cincuenta. Recorre las calles de sus ciudades y no encuentra el sentido concreto a su vida. Históricas luchas por los derechos civiles, las garantías individuales así como los fuegos artificiales del multiculturalismo se apagan en esta noche oscura. Las dos primeras víctimas de la ola de violencia británica han sido la identidad y el sentido de pertenencia. Los que tenían poco y tardaron mucho para obtenerlo ven azorados como los que dicen no tener nada porque quieren tenerlo todo prenden fuego a años de esfuerzo.
La siempre dinámica prensa británica reportaba una nota particularmente triste, en su justa proporción frente a los cuatro decesos hasta hoy registrados. Se trataba del incendio de una bodega de 20 mil metros cuadrados en la zona de Enfield, al norte de Londres, alquilada por el gigante japonés Sony para, además de almacenar componentes y equipo de la marca, alojar los archivos musicales de más de 160 disqueras independientes. Cualquiera que tenga un mínimo aprecio por la música sabrá que esta isla es la principal generadora de sonidos, estilos y bandas a nivel mundial. Un verdadero tesoro cultural que hoy arde en llamas mientras encapuchados salen por los escaparates rotos de las tiendas con reproductores de audio en las manos. Una paradoja muy británica supongo.
Hay por lo menos dos tipos de argumentos que intentan explicar lo que hoy sucede en las calles de Birmingham, Manchester y Londres. El primero apunta hacia el ‘malestar social’ causado por los severos recortes en el gasto social, implementados desde el año pasado, por el gobierno de la coalición liberal-conservadora (sic), encabezado por David Cameron. Una explicación contingente es que este ‘malestar social’ es solamente la punta de un iceberg aun más peligroso y que aglomera a una generación, sin importar la raza o la condición migratoria, que ha perdido el sentido de su propia existencia.
Apenas un año después del histórico triunfo del laborismo británico en 1997, Tony Blair instauró las ordenes de comportamiento antisocial (Asbo por sus siglas en inglés). Los Asbo imanen una restricción individual a quien ha violentado el orden público. Por ejemplo, quien apedreaba las ventanas de sus vecinos no puede salir a la calle por un tiempo determinado. Aquel que insultaba a los comensales en un puesto de fish & chips no puede acercarse al lugar, etc.
La medida buscaba poner en cintura a un importante número de jóvenes y niños con una actitud fieramente agresiva en el espacio público. Insultos a transeúntes, vandalismo, ingesta de alcohol y otras drogas, desorden público, asaltos, violaciones y, en no pocos casos, asesinatos tumultuarios. Como suele suceder con estas medidas, muy pronto los Asbos se convirtieron en una especie de medalla social para jóvenes de hogares rotos, alejados del sistema educativo, desafiantes de todo aquello que se asemejara a la autoridad.
Fue así como un tipo de marginalidad, muy distinta a la de nuestra realidad latinoamericana, se fue acuñando en las unidades habitacionales de interés social y en los barrios más marginados de las grandes ciudades. Los británicos usan el adjetivo ‘chav’ para referirse a jóvenes que retan a insultos a quien les sostiene la mirada, vandalizan lo primero que se cruza en su camino y beben, apiñados en las bancas de cualquier parque, cervezas de alta fermentación entre fanfarroneos y vejaciones a quien por ahí se acerque. La política social del Estado británico tendrá que atender con mayor cuidado a este importante sector de su sociedad. No vaya a ser que, como sucede en México, sean estos jóvenes los que terminen engrosando las filas de un crimen más organizado
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