PEDRO SALAZAR UGARTE
Tenemos nuevo presidente del Tribunal Electoral. La ex presidenta Alanís había perdido la votación para reelegirse antes de entrar a la sesión del pasado 10 de agosto. Lo sabemos por el resultado de la elección y porque el ganador, Alejandro Luna Ramos, narró a diversos medios de comunicación que su triunfo fue pactado con la mayoría de sus compañeros un día antes. Cuatro de ellos le prometieron y le cumplieron su apoyo. Nada que objetar: eso se vale y es parte del teje y maneje de los órganos colegiados. Sin embargo, hay dos elementos de esa votación que merecen una reflexión pausada. El primero tiene que ver con las reglas elegidas para procesar la decisión y el segundo se refiere al uso de las mismas en aquella sesión histórica. Yo creo que, en ambas dimensiones, los juzgadores salen mal parados.
Por un acuerdo de ellos mismos, los magistrados decidieron elegir a su presidente en una sesión pública, emitiendo su voto en el orden alfabético de sus apellidos, verbalmente y sin explicaciones. Además, por mandato de ley, no eran posibles las abstenciones. Fue un procedimiento desafortunado que resultó inequitativo en lo político, transparente en apariencia y opaco en lo sustantivo. Recordemos que son siete magistrados y se necesitaban cuatro votos para alcanzar la presidencia. Pues bien, con esas reglas, la primera en votar —Alanís— se encontraba en desventaja frente a los votantes sucesivos y el último en emitir su voto —Penagos— tenía una posición privilegiada. Ella votaría a ciegas; él conocería la totalidad de las preferencias de sus compañeros. Inequidad agravada por la presunta transparencia del ejercicio: como los votos no eran secretos, el juego comenzaba en una pendiente resbalosa. Alanís, por ejemplo, votó por ella misma sin saber que sus comparsas potenciales habían decidido abandonarla. Y lo hizo, innecesariamente, en voz alta. Las razones que sustentaron cada voto, en cambio, quedaron silenciadas. Más allá de las pomposas fórmulas de congratulación —“voto complacido por el decano”, “voto por mi maestro” y así por el estilo—, los ciudadanos nada conocimos de las motivaciones de los mismos. Ante esa situación era preferible la vieja usanza de las urnas cerradas que, por lo menos, habrían dado elegancia y garantizado justicia (entendida como equidad) al ejercicio.
A las malas reglas las agravaron las malas prácticas. El alfabeto dice que primero está la “A”, después la “C”, más adelante la “G”, posteriormente la “L” y hacia el final la “N” y la “P”. Por eso, después de los votos de Alanís, Carrasco, Galván y González O., seguía el voto de Luna Ramos. Sin embargo, cuando el secretario general le solicitó expresar su preferencia, el decano de la Sala y ahora presidente —podemos suponer que aduciendo que ese día ya presidía y que el reglamento de sesiones lo permite— le ordenó saltar su turno. Olvidó que regía un procedimiento especial que no permitía excepción alguna a la regla del orden alfabético. Además cuando le tocaba votar sólo contaba con dos votos públicos a su favor y, con él, aún faltaban tres magistrados por expresarse. Técnicamente, entonces, la partida estaba abierta. Por eso estuvo mal y se vio peor que, antes de él, lo favorecieron con su voto los magistrados Nava y Penagos. No importa que existiera un acuerdo político para encumbrarlo; las reglas son las reglas. Al romperlas los magistrados confirman el rasgo más pernicioso de este tribunal: para ellos valen más los pactos políticos que los rigores del derecho. Una práctica que —a mi juicio— se encuentra detrás de sus sentencias más controvertidas y que ahora se mostró aparentemente inofensiva. Pero no lo es porque ese Tribunal tiene a su cargo la custodia de la democracia que, como dijo el clásico, no es otra cosa que un conjunto de reglas.
No pongo en duda la legitimidad del presidente Luna Ramos y le deseo éxito en su gestión, pero me temo que inició su mandato con un paso en falso. Ojalá que el Tribunal no siga cojeando por el mismo lado.
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