LORENZO CÓRDOVA VIANELLO
Uno de los consensos en la teoría política es que la democracia es una forma de gobierno que hace de la rendición de cuentas de los servidores públicos uno de sus rasgos distintivos. Los planos en los que la misma se articula en las democracias son múltiples y van desde el juicio político, que sobre la actuación de los gobiernos y su desempeño realizan los ciudadanos en cada cita electoral —una de las modalidades en las que la responsabilidad pública de quien toma decisiones colectivas es evaluada—, hasta la específica responsabilidad de tipo penal, administrativa y política a la que los funcionarios públicos están sujetos (dependiendo de sus funciones y jerarquía).
Es cierto que en las democracias las elecciones cumplen una función específica que es la de integrar, a partir de las preferencias electorales de los ciudadanos, los órganos de representación política en donde se procesan y se asumen las decisiones colectivas (que en cuanto tal constituye la finalidad específica primaria de los comicios); pero también lo es que aquellas son también un momento en el que, a través de su voto, los ciudadanos de un país evalúan a sus gobernantes, premiando o castigando su actuación o la adopción de ciertas políticas públicas durante un periodo de gobierno o bien una legislatura. El voto, de aprobación o de rechazo, es una manera en la que opera en las democracias una rendición de cuentas de cara a los electores.
Sin embargo, la rendición de cuentas propiamente dicha consiste en la posibilidad —siempre abierta y, por ello, siempre latente— de exigir responsabilidades a los servidores públicos por los actos realizados y las decisiones asumidas durante su función al frente de un cargo. El punto resulta crucial porque una de las características de las democracias frente a las autocracias es la responsabilidad que supone el ejercicio del gobierno frente a la irresponsabilidad, que es una de las principales características de los regímenes autocráticos.
En ese sentido, no hay constitución democrática que no implique un régimen de responsabilidades de los funcionarios públicos. Así lo hace también nuestra Carta Fundamental al dedicar su cuarto título a normar precisamente ese régimen. Sin embargo, tanto la regulación normativa —incluido el plano constitucional— como la práctica real de la exigencia de las responsabilidades hace que entre nosotros la impunidad sea la regla y el fincamiento de responsabilidades ante los abusos la excepción.
Por supuesto no pretendo desconocer los avances (insuficientes, por cierto) que como consecuencia del proceso de democratización se han incorporado (como la constitución y gradual fortalecimiento de la ASF o el surgimiento del IFAI y la constitucionalización del derecho a la información) y que inevitablemente redundan en una mejor rendición de cuentas. Pero el trecho por andar en esta materia es, todavía, enorme.
Así, por ejemplo, los alcances de la figura del fuero y la cantidad de funcionarios protegidos por el mismo es inaceptable. Prácticamente no hay alto funcionario del Estado (en el plano federal y local) que no esté escudado frente a la acción penal, algo inaceptable en un régimen democrático. El fuero ha sido no pocas ocasiones utilizado como un escudo protector de conductas ilegales y como la fuente de numerosos actos de abuso de poder.
Un ominoso ejemplo de la impunidad que caracteriza a nuestro orden jurídico se presentó el año pasado cuando el Tribunal Electoral determinó que el presidente Calderón violó la Constitución al emitir mensajes en los días previos a la realización de varias elecciones locales en 2010, pero que no procedía la imposición de sanción alguna.
En el mismo sentido, dependencias como la Secretaría de la Función Pública (y su antecesora, la Secodam), son instituciones ineficaces para hacer de la rendición de cuentas una constante de la actuación de los servidores del Estado y son absolutamente inútiles frente a los eventuales abusos en el ejercicio de su función cometidos por los altos funcionarios.
Es cierto que el tema de la rendición de cuentas ha estado presente en el ya largo debate de la reforma del Estado. Numerosas iniciativas de reforma constitucional han planteado modificar el régimen de responsabilidades, pero también es cierto que nunca ha sido uno de los ejes articuladores de las propuestas que se han presentado (y mucho menos de las pocas, poquísimas, que han prosperado). En los hechos, las alusiones a este tema ha sido más de tipo discursivo, pero es algo que el repensamiento del Estado en clave democrática impone cambiar radicalmente si queremos tomarnos en serio la consolidación democrática de nuestro sistema político.
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