ROLANDO CORDERA CAMPOS
Después de la masacre del jueves pasado en Monterrey todo se vuelve oscuro, y es desde esa oscuridad que hemos de buscar las claves primeras para salir de este laberinto de sangre y crimen en que se ha convertido la República. Hay un antes sobrecargado de contumacia gubernamental, irresponsabilidad pública y amnesia colectiva. Resulta difícil, si no es que imposible, imaginar un después que no sea la reiteración del desastre como horizonte para la política, la democracia o el desarrollo económico y social.
Desde hace tiempo, el panorama social de México se ha visto marcado ominosamente por la experiencia trágica de la Sultana del Norte. La ciudad que venció al desierto y luego pudo sobreponerse a la adversidad de las crisis de los años 80 para ubicarse en la punta del aprovechamiento nacional del cambio globalizador de fines de siglo, empezó hace unos años a registrar su vernácula “rebelión de las elites”, que iniciaron un éxodo que ahora se extiende a sus grupos medios pudientes que buscan en el otro lado la fuente de alivio, con poca esperanza, frente a la debacle.
A este vaciamiento, relativo y peculiar sin duda, de los grupos dirigentes ha correspondido la acumulación de pobreza periférica pero desde luego urbana, la penetración de la criminalidad en los negocios y las zonas residenciales, incluidos sus centros de educación, y el desgajamiento progresivo del tejido y la cohesión social junto con el declive acentuado de la manera regia de hacer política. Hoy, nadie acierta a describir, no se diga a definir, los parámetros del orden estatal y lo que se nos presenta, de modo un tanto fantasmagórico; es un gobierno zombi y una burguesía en permanente punto de fuga. Los viajes de negocios que semanalmente se hacen desde Houston o Austin, no llenan este vacío que a partir del jueves parece más bien un hoyo negro.
Si atendemos los informes recientes sobre el desarrollo social neoleonés podemos detectar señales primarias poderosas del curso del derrumbe. No sólo se ha mantenido aquella injustificable concentración de ingreso y riqueza que Jesús Puente Leyva señalara pioneramente en los años 60 del siglo pasado. También se ha frenado la capilaridad social y la movilidad de personas y grupos es torpe y cansina. La capacidad productiva y de consumo se centraliza, pero los grupos marginados no se resignan a serlo y desparraman por todo el territorio conurbado la piratería y la actividad informal que más allá de las porosas fronteras de la criminalidad, se vuelca sobre ella hasta imponerle un afrentoso cambio de piel que se vuelve tragedia por la proliferación del reclutamiento juvenil como carne de cañón del crimen organizado.
Debería haberse declarado la emergencia desde hace mucho. Y debería haber sido nacional y federal por la importancia real y simbólica de la entidad y su otrora orgullosa capital, pero todo se convirtió en chalaneo de aventureros de la política y los negocios, manchado por las tragedias precedentes en el Tec de Monterrey o los bloqueos de las grandes avenidas. Y aquí llegamos, sin poder siquiera declarar la clausura de la tienda nacional para hacer el urgente balance.
La función debe proseguir, nos anuncian los Poirés de toda ocasión, y el secretario de Hacienda nos ofrece irse a correr la legua después de que le aprueben –por supuesto– su presupuesto prudente, responsable e intelectualmente honesto –y los calificativos que sigan–, con el cual encararemos con éxito la nueva tormenta de la crisis. Es esta la responsabilidad que nos prohíbe jugar a la ruleta, según apotegma presidencial, y que nos llevará a buen puerto como en 2009, es decir, por abajo del agua y con menos lastre humano que atender, gracias a la mentada prudencia fiscal.
La misión imposible de Cordero y sucesores, así como de los arrogantes jueces de plaza de las comisiones de Hacienda y Presupuesto de las cámaras, debería ser evitar la recesión y explorar un nuevo curso de desarrollo, como hemos propuesto desde la UNAM quienes firmamos como grupo “Nuevo curso de desarrollo”. Sin estridencias, pensamos posible y necesario gastar más en inversión pública y financiarla sanamente con impuestos y deuda barata y autofinanciable. Proteger mínimamente a los más desprotegidos y convertir en política de todos la inserción pronta de los jóvenes en el trabajo y la educación.
Nada imposible si dejamos a un lado el dogma y la fantasía desorganizada de los monetaristas de última y desvaída generación.
Lo malo es que la joya de la corona se nos cayó y rueda sin rumbo fijo, y eso no se corrige con bravatas y regaños. Ni siquiera con leyes o reformas. Es mejor asumirlo para ver si al hacerlo se nos abren los ojos y empieza a caernos el veinte. Por lo pronto todo es extravío, llanto y rabia de los deudos y las víctimas sobrevivientes. No es una anécdota sangrienta más, sino la última llamada.
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