RICARDO BECERRA LAGUNA
Alberto Felix Humberto Teodoro Christian Eugenio María (por si no lo saben, así se llama el Rey de Bélgica) irrumpió airadamente y con desesperación, mensaje televisivo mediante, el pasado 21 de julio, durante la celebración de la fiesta nacional
A sus 77 años, manoteando e inquiriendo, hizo ostensible la frustración “por la más larga tardanza de que se tenga memoria… por los 14 meses transcurridos sin gobierno, sin primer ministro ni rumbo del país”. Recogió el sentimiento popular: "no comprendo al mundo político que no resuelve los problemas" y alertó que esa descomposición es "nefasta para la democracia", "y que afecta ya de manera negativa y muy concreta al bienestar económico y social de todos los belgas”. Al cierre, para no infringir los límites constitucionales de la monarquía, aclaró, “estoy usando mi derecho a advertir".
No deja de llamar la atención que la clase política belga, experta, hace más de medio siglo en formar coaliciones de gobierno bajo mezclas fantásticas (católicos con liberales, éstos con socialistas, y estos con católicos, los tres juntos, cada uno solo, etcétera), no encuentre, precisamente ahora y luego de 14 meses, el modo de articular un gobierno.
Los manotazos de Alberto II galvanizaron la circunstancia incluso más que las oscuras presiones especulativas que también se ciernen sobre Bélgica, y ocho partidos de esa nación, cincelan un acuerdo luego de 410 días de discordia, frenesís nacionalistas y picnic político.
Más conocida –y mucho más peligrosa- es la historia presentísima del Congreso norteamericano. Demócratas, republicanos, más las delirantes huestes del Tea Party mantienen a los Estados Unidos a un día de la suspensión de pagos, y al resto del mundo, al borde de un estremecimiento financiero.
Entre nosotros, la noticia ha sido cubierta por la “fuente económica”, normalmente más perezosa, ideológica y sin garra, pero la política de la negociación en el Congreso norteamericano es mucho más interesante y no deja lugar a dudas: en el Capitolio hay una nueva configuración, más diversa y más polarizada entre partidos y entre las dos Cámaras, incluso se deja sentir con fuerza la emergencia ya no de las demandas de las carreras políticas individuales, sino de corrientes dentro de los partidos que complican el acuerdo, tal y como lo declaró el viernes, el propio Presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner.
La paradoja es cruel: estamos en el filón de una nueva crisis de alcance planetario, pero esta vez perfectamente evitable, una crisis que si estalla, será del todo achacable a la incapacidad de la clase política norteamericana. Y las pulsiones –incluso los fraseos- son los mismos: “Tanta irresponsabilidad… tanta incompetencia”, decía Frank Bruni en el NY Times, “hace caer la cara de vergüenza a los norteamericanos”.
¿Nada más a los norteamericanos? Según Timothy Garton Ash, frente a los vastos desafíos de la crisis financiera y de la deuda soberana, los rutilantes políticos de la Unión Europea (como los gringos) “parecen borrachos bailando al borde del abismo de la bancarrota”: deliberadamente han dejado que las cosas empeoren, han pospuesto acciones que de todos modos acabaron haciendo, han regateado decisiones, aplicado condiciones de pago imposibles a países enteros, para luego, llegar de emergencia para inyectar carretonadas de dinero en préstamos a tasas altísimas. Clase política que va siempre atrás del mainsetram mediático y sus ruidosos opinantes, “con una política que va atrás de la opinión pública, nunca adelante, nunca liderándola” (Garton Ash).
¿Es necesario traer el ejemplo de la clase política mexicana? Cada reclamo, cada crítica, cada epíteto incluso, ha sido colgado en ella, a menudo con sobrada razón. Y la pulsión resortea automáticamente, lo mismo en Europa, que en México o los Estados Unidos: la respuesta es la impolítica, la condena a la política, los políticos, a sus partidos, y ya en bola, a la democracia representativa misma.
A mi modo de ver, incluso esa crítica es parte del problema, porque reduce al ombligo localista, un problema que es genuinamente universal y que está más allá del oficio habitual de la política. La pregunta relevante, creo, es otra: ¿porqué todas las clases políticas que se mueven en sistemas democráticos, se muestran tan miopes e incompetentes en casi todas partes? ¿Por qué se muestran tan ciegos, venales e incapaces de encarar la crisis, emprender reformas y colocar una senda de mínima seguridad y crecimiento económico?
Mi respuesta: porque no hay respuesta, o mejor, porque esta crisis nos ha dejado sin respuestas. Lo que está viviendo una buena parte de la civilización occidental (y México con ella) no es una perturbación o una traición de la política y sus personeros; no es algo que afectó el curso de un proyecto de suyo consistente. Estados Unidos y Europa están metidos en la segunda peor crisis del capitalismo (según Reinhart y Roggoff) y nosotros ya llevamos una generación en el mar de los sargazos económicos, muy parecido al estancamiento japonés o al italiano de la última década (con la odiosa diferencia de que nosotros nunca llegamos a construir nuestro Estado de Bienestar).
Es un problema mundial, similar al de los años 30, y en ese olor a fin de época se deslizan las clases políticas: los intereses que se multiplicaron en la era de Friedman no tienen la menor intención de abandonar su hegemonía, pero por primera vez en 30 años, ofrecen poco más que la certeza de sangre, sudor, lágrimas, austeridad y mucha especulación.
Los economistas muertos siguen susurrando a los oídos de las clases políticas vivas y por eso, impiden reelaborar un nuevo consenso de política económica. Esto, me parece el telón de fondo sobre el que se mueven los intereses y las contradicciones de las infelices clases políticas, en todas partes.
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