DENISE DRESSER
“Más, más, más”, cantaba en los años 70 el grupo musical Andrea True Connection. “Más, más, más”, es lo que le pide el gobierno de Felipe Calderón al gobierno de Barack Obama. Más agentes de la CIA en México, más personal militar, más contratistas de seguridad privados –de los que pululan en Irak y Afganistán–. Aunque en público el presidente denuesta a los estadunidenses por las drogas que consumen y las armas que proveen, en privado ansía su presencia. Su cooperación. Su entrenamiento. Su involucramiento cada vez mayor en una guerra que Calderón va perdiendo día tras día, operativo tras operativo, estado tras estado. El presidente mexicano no sólo contradice su postura pública con respecto al enemigo; ahora duerme a escondidas con él.
Como reporta Ginger Thompson en un explosivo artículo publicado recientemente en The New York Times, operadores de la CIA y empleados militares estadunidenses se encuentran ya trabajando en una base militar mexicana. Allí, por primera vez, encargados de la seguridad nacional de ambos países recolectan información. Planean operativos. Colaboran en una unidad especial antinarcóticos. Usan tecnología avanzada de espionaje que intentan mantener al margen de la corrupción que caracteriza a las agencias de seguridad en México. Y de forma encubierta tratan de evadir las leyes mexicanas que prohíben a fuerzas policiacas y militares extranjeras operar en suelo mexicano.
Las razones de esta colaboración sin precedentes son tanto políticas como de seguridad. Barack Obama enfrenta una reelección en la cual se le preguntará por qué la violencia en la frontera con México aumenta; Felipe Calderón enfrenta una contienda en la que se le cuestionará por qué las muertes no disminuyen. Ambos necesitan mostrar señales de éxito: más narcotraficantes aprehendidos, más drogas confiscadas, más bandas criminales desmanteladas, más armas retenidas. México es cada vez más importante en la guerra global contra las drogas que Estados Unidos insiste en pelear, y la asistencia antinarcóticos en nuestro país ha aumentado más que en Afganistán o Colombia. Con policías federales estadunidenses entrenados para intervenir conversaciones telefónicas e interrogar sospechosos. Con la provisión por parte del Pentágono de helicópteros Black Hawk y “drones” –pequeños aparatos de espionaje– que sobrevuelan el territorio nacional.
Y todos los involucrados en la estrategia de “Más, más, más” piensan que es la correcta. Creen que el número de muertos es evidencia de éxito y señal de progreso. Argumentan que la guerra apenas lleva cinco años y aún es demasiado temprano para hacer juicios finales. Sugieren que, como en Colombia, las cosas se pondrán peor antes de que se pongan mejor. Desestiman el incremento de las violaciones a los derechos humanos, la incapacidad del sistema judicial mexicano para procesar a los inculpados, la debilidad del andamiaje institucional mexicano, la precariedad de la reforma policial. México es el nuevo escenario de esfuerzos estadunidenses en otras latitudes, encaminados a demostrar que la guerra contra las drogas debe ser librada y puede ser ganada.
Resulta difícil creerlo en un contexto en el cual –como lo describe Ginger Thompson– muchos policías mexicanos ni siquiera cuentan con armas, o no se les ha entrenado para usarlas. Donde miembros de las fuerzas policiacas tienen que pagar por sus propios cascos y chalecos antibalas. Donde, en medio de batallas intensas, se comunican entre sí a través de sus celulares porque no cuentan con radios policiales. México apenas está aprendiendo a pelear, en medio de una batalla feroz.
Y de allí que Estados Unidos –a petición expresa del gobierno mexicano– haya establecido una presencia importante en una base militar en el norte del país. De allí que Washington vaya más allá del papel tradicional de compartir inteligencia y ahora se aboque a obtenerla también. De allí que se hable de “centros de fusión de inteligencia”, similares a los que operan en Irak y Afganistán. Cuestionados ante estos operativos sin precedentes, oficiales militares estadunidenses responden que sólo están proveyendo “apoyo técnico”. E insisten en que México todavía define las reglas del juego y hasta dónde Estados Unidos puede llegar.
Pero queda mucho todavía por saber, mucho por entender, mucho por conocer. El gobierno de México no ha informado con honestidad y veracidad el grado al cual Estados Unidos está presente en el país y en qué condiciones. Aunque hay quienes argumenten que ese apoyo es indispensable, la población tiene derecho a saber cómo, cuándo y de qué manera se da. Y la información provista hasta el momento está lejos de ser completa o veraz. El secretario técnico del Consejo de Seguridad Nacional, Alejandro Poiré, trata de escabullirse con comunicados plagados de lugares comunes, como “el respeto a la soberanía”, y afirmaciones cuestionables como “el personal extranjero no lleva a cabo ninguna labor operativa ni porta armas”. Y rehúye la responsabilidad de rendición de cuentas que le corresponde como funcionario público cuando afirma que “por cuestiones de seguridad nacional, el gobierno federal no se pronunciará sobre la veracidad o el contexto de la información publicada sobre estos esfuerzos”.
A Alejandro Poiré habría que preguntarle exactamente cuántos agentes de la DEA hay en México, en qué lugares y con cuántas atribuciones. Habría que preguntarle exactamente cuántos contratistas privados operan en territorio nacional y a qué se dedican. Habría que preguntarle quién está recabando información e inteligencia en materia de seguridad y con qué métodos. Porque el fin de “debilitar sistemáticamente a las organizaciones criminales que atentan contra la seguridad” no justifica cualquier medio, y menos a espaldas de la ciudadanía. “Más, más, más” colaboración por parte de los estadunidenses no debe significar menos explicaciones para los mexicanos.
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