El ex presidente de Perú Alberto Fujimori fue condenado este martes a 25 años de prisión por el Tribunal Supremo de su país natal. Los cargos: ser responsable de dos matanzas a inicio de los años 90; en la primera perdieron la vida 15 personas y, en la segunda, nueve más, en este caso universitarios; asimismo, se le declaró responsable del secuestro de un periodista y un empresario.La sentencia, aún no definitiva, puede considerarse como histórica no sólo porque recae sobre alguien que cometió atropellos a los derechos humanos y a la legalidad siendo mandatario, sino porque se trató de un gobernante que, a diferencia de los dictadores latinoamericanos de los años 70, llegó a la presidencia por la vía del voto. Lo anterior revela que no basta con acceder al poder a través de un procedimiento democrático, sino que es menester también respetar la división de poderes y los acotamientos legales y constitucionales al ejercicio del mandato para que se garantice la salud e incluso la supervivencia de la democracia, so pena de ser abolida por el autoritarismo.Recordemos: Perú era, a fines de los años 80, como tantas otras naciones latinoamericanas, un país cruzado por la pobreza ancestral y, además, abatido por la crisis económica que comenzó al principio de la década, con sus secuelas de espirales inflacionarias de tres y hasta cuatro dígitos. Además, grupos terroristas, en especial Sendero Luminoso, arrasaban la paz y la vida de comunidades enteras y de amplias zonas del territorio. La crisis económica y la violencia desatada desbordaron a una clase política incapaz de tejer alternativas tangibles para la población. Así, cuando los políticos eran severamente cuestionados, emergió la figura de un “candidato independiente” que basaba su atractivo –paradójicamente— en “no ser político”, aunque hacía política electoral y competía por la presidencia. No había partido –formal— detrás de él, no había siglas e historia política; había, en cambio, un nombre, una marca, un hombre: Fujimori. El Chino, como es conocido en Perú, gana las elecciones en 1990 con un discurso antipolítico y antiinstitucional: todo lo que le precedía era acusado de ineficiente y corrupto. Perú había optado no por un proyecto, por darle el poder a una organización política, a una idea, sino a algo más simple y, a la postre, más peligroso: a un solo hombre.En abril de1992, hace 17 años, Fujimori instrumenta un “autogolpe de Estado” y disuelve el parlamento y permanece en el poder sin contrapesos constitucionales. Con mano dura, y con frecuencia recurriendo a métodos que violaban abiertamente la legalidad, como el recurso de los escuadrones de la muerte, combate al terrorismo. Su terrorismo de Estado no sólo daña a las organizaciones criminales —si bien había hecho de la criminalidad una práctica gubernamental—, sino que también comete excesos contra población civil inocente, como se demostró en el juicio que acaba de concluir.Fujimori es reelecto en 1995 y obtiene la mayoría en el parlamento. Con esa concentración de poder, en una sucesión de hechos propia de alguna novela que su primer rival electoral, Mario Vargas Llosa, pudo haber bautizado como La fiesta del Chino, el presidente peruano y su segundo de a bordo, Vladimiro Montesinos, atosigan a sus opositores, acumulan riquezas, fustigan a la prensa independiente y llegan a preparar montajes tales como mandar inyectar glicerina en el rostro de la figura de la Virgen del Callao, para simular lágrimas que probaran el acontecimiento de un milagro en un Perú que, así, poca atención podía prestar a la corrupción y a los crímenes de su gobernante. Diez años después de su primera victoria electoral, Fujimori busca en el año 2000 su segunda reelección. Para entonces sus excesos desbordan el control de la información y se hacen públicos videos de compra, en fajos de dólares, de parlamentarios en la oficina del vicepresidente. La revelación de la fortuna presidencial enviada a la banca suiza acaba con el aura de honestidad del “no político” —aunque lo era— que con esa máscara quiso presentarse ante la opinión como no corrupto —aunque lo era en grado superlativo—. La atención internacional siguió las primeras elecciones en Perú del siglo XXI; incluso, una misión del IFE desde México colaboró con la organización de las elecciones que hicieron viable la alternancia.Fujimori huyó a Japón, tierra de sus padres. Pero el intento por volver, en 1995, de nuevo por la presidencia, le puso en manos de la justicia. Hoy, el partido fujimorista, que lanzará a su hija Keiko a la presidencia, tiene una adhesión popular no mayoritaria, pero no despreciable, lo que demuestra que la popularidad no puede ser sinónimo de inmunidad o impunidad ni baremo en la aplicación de la justicia.Con la decisión del Tribunal Supremo, Perú da un paso más hacia la reconstrucción de su democracia. De una democracia frágil, amenazada por el peso de la pobreza y la desigualdad social, pero cuya cura, se ha demostrado, no puede provenir de un redentor cargado con un lenguaje antipolítico que quiere prescindir de los partidos, del parlamento y de tribunales independientes. La consolidación de la democracia, en Perú y en otras partes, no tiene atajos: pasa, precisamente, por fortalecer a sus instituciones básicas como son los partidos políticos, el parlamento, la división de poderes y el control constitucional en manos de jueces autónomos al poder presidencial.
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