jueves, 20 de mayo de 2010

VIOLENCIA Y DEMOCRACIA

LORENZO CÓRDOVA VIANELLO

La democracia es una forma de gobierno en la que existen mecanismos institucionales para procesar las diferencias y para resolver los conflictos que son consustanciales en la vida política. Por ello, democracia no significa ausencia de conflictos, sino la existencia de instancias y procedimientos para solucionarlos.
Eso es lo que llevó a Karl Popper a sostener que la democracia es una forma de gobierno que permite cambiar a los gobernantes sin derramamientos de sangre y a Norberto Bobbio a plantear que el rasgo distintivo de ese régimen es que permite que de manera pacífica se tomen decisiones con el máximo de consenso y con el mínimo de imposición.
Es por ello que la violencia resulta ser refractaria con la idea de democracia. Una sociedad violenta no puede ser democrática al mismo tiempo. Ahí tarde o temprano las diferencias se resuelven mediante la supresión del contrario, justo lo opuesto a la democracia que se funda en la tolerancia de los opuestos y a su inclusión en el juego político.
Parece obvio que las referencias anteriores parecen planteadas en términos de la contraposición radical de la democracia con la violencia política. ¿Pero qué pasa cuando la violencia no es el rasgo distintivo de las relaciones políticas, sino más bien algo que ha permeado en lo cotidiano, en la vida social diaria? ¿Es posible que la democracia funcione en un contexto en el que la violencia constituye algo que tiene una presencia constante?
Desgraciadamente me parece que la respuesta es negativa. Cuando la violencia, ya sea la ejercida desde el Estado (y casos en la historia en este sentido abundan), ya sea la ejercida por la criminalidad (como ocurre ahora), se instala en una sociedad, la lógica de la democracia se altera, termina por agotarse y se abren las puertas para un contexto en el que pueden aflorar más bien pulsiones y expresiones autoritarias.
La democracia necesita pues, invariablemente un contexto pacífico para recrearse y funcionar adecuadamente. Por eso lo que nos estamos jugando en el actual contexto de expansión de la criminalidad y la violencia, es, al fin y al cabo, la viabilidad misma de nuestra convivencia democrática. Hay casos lamentables de cómo la lógica de excepción que la criminalidad organizada ha impuesto ha alterado los procesos democráticos en los procesos electorales en curso.
Señalo tres ejemplos en ese sentido: en primer lugar, la determinación de la dirigencia del PAN de que, ante la posibilidad de que el narco incidiera en la designación de sus candidatos, un gran número de ellos —particularmente los que compiten por las gubernaturas— serían nombrados de manera cupular y no por procedimientos democráticos, como lo exige la ley. En segundo lugar, el vil asesinato del candidato panista a la alcaldía de Valle Hermoso, Tamaulipas, José Mario Guajardo, la consecuente suspensión de muchas de las campañas electorales y la decisión de otros partidos de ni siquiera postular candidatos ante el clima de violencia que se vive en ese Estado fronterizo. Finalmente, el asesinato de un par de activistas en el municipio de San Juan Copala que inevitablemente pone sobre la mesa las condiciones de violencia que se viven en ese Estado en donde, por cierto, se anticipa una reñida contienda por la gubernatura.
Además, el clima de violencia ya ha producido una especie de paranoia colectiva que en varios lugares, como ocurrió recientemente en la ciudad de Cuernavaca, han provocado virtuales “toques de queda” autoimpuestos por los ciudadanos, que desgraciadamente en algunas semanas pueden traducirse en una baja participación en los comicios, particularmente en ciertas entidades y municipios golpeados por el crimen.
Frente a esa situación, ¿qué podemos hacer como sociedad? La peor reacción posible, me parece, es la propagación de una sicosis generalizada y el abandono de la política y de la convivencia social a su suerte. Por supuesto, no pretendo que actuemos como si nada pasara, pero creo que la mejor respuesta frente a esta situación es demostrar la vocación democrática de nuestra sociedad que históricamente se ha traducido en una reiterada apuesta por la vía pacífica para solucionar nuestros problemas. No debemos permitir que la normalidad democrática que, con todos los defectos, insuficiencias y problemas que hoy presenta, sea abandonada y olvidada frente a la desazón y la impotencia que la violencia inevitablemente produce.

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