La hecatombe financiera de 2008 llevó al mundo a una gran recesión que hizo evidente la no correspondencia entre las capacidades productivas y el consumo, en gran medida resultado de la mala distribución del ingreso y la riqueza a escala global. Esta contradicción clásica, que da lugar a una aparente sobreproducción, pudo ser sorteada por años gracias al crédito masivo que con el tiempo convirtió a Estados Unidos en un gran continente Gólem endeudado, cuya capacidad de pago disminuía aceleradamente. El gran desequilibrio entre China y Estados Unidos no ha hecho sino exacerbarse sin solución de continuidad a la vista.
Con el ingenio innovador de Wall Street y la City de Londres, entusiastamente imitado por otros circuitos financieros, la Torre de Babel de la especulación global se tornó castillo de naipes y el mundo de ayer, que hubiera dicho Stephan Zweig, estuvo a punto de desplomarse tan grande y arrogante como era. No lo hizo porque el Estado violó sus dogmas y rompió sin recato reglas que parecían mandamientos irrebatibles.
Lo que vivimos hoy, sin embargo, no es la simple continuación de la implosión del reino de la Alta Finanza. Ésta no sólo se apropió con bonos suculentos una buena parte del rescate, sino que está empeñada en una fiera prueba de fuerza con los gobiernos del planeta, en especial el del presidente Obama, que pugnan por introducir en esta formidable maraña de verbos, ideas, ocurrencias, y las fantasías más inverosímiles, un mínimo de racionalidad sistémica. Así, tras haber impedido la catástrofe con un extraordinario esfuerzo fiscal y un déficit mayúsculo, los gobiernos encaran el desafío de los mercados que acorralan al euro, ponen de rodillas a Grecia y España, y llevan a la Unión Europea en su conjunto a preguntarse por su viabilidad.
La jerga de acompañamiento de esta segunda oleada de la crisis no se distingue por su originalidad, como tampoco lo hace el coro de cacatúas de kafkahuamilpa: hay que revisar a fondo el modelo social europeo y acabar con la holgazanería y el desperdicio auspiciados por los sistemas de bienestar; hay que calmar los mercados, poner en orden la casa y someter este nuevo desborde de las democracias, cuyas miopes masas no parecen dispuestas a ceder lo conservado en seguridad, protección social y algo de tranquilidad frente el futuro incierto. Hay, en fin, dice el verbo encarnado de la restauración neoliberal, que hacer lo impensable para recuperar una disciplina fiscal y monetaria que, en realidad, nunca existió, salvo en las calenturas de los teóricos del mercado libre y las superganancias de los especuladores, pero cuya ruptura fue la única vía al alcance del gobierno más fundamentalista, el de Bush, por ejemplo, para evitar que la caída libre del sistema se convirtiera en un viaje al centro de la Tierra.
Europa, pero con ella el resto del mundo, enfrenta el desafío de una globalización cuya continuidad implica afectar sus equilibrios sociales y admitir que no puede haber unas políticas nacionales destinadas a usar con audacia el gasto público y a reformar unos sistemas monetarios horadados a la vez que llenos de cargas de profundidad siempre dispuestas a estallar. Que este desafío irrumpa en la Unión Europea da cuenta de la gravedad de la nueva situación: ha sido ahí, en ese espacio civilizatorio formidable, donde antaño ocurrieran las guerras más destructivas, donde más lejos se ha llegado en la ambición de combinar con eficacia algo de equidad social, democracia y globalización económica.
El que la política se haya mantenido detrás de la globalización económica europea explica en gran parte el quebranto actual, pero al admitirlo en los hechos (con el tan retardado rescate de Grecia) se ha abierto una mirilla de esperanza. Está por verse, en Grecia o España, Portugal o Irlanda, qué tanto está dispuesta la Unión a asumir su asignatura pendiente y encarar la magna tarea política de construir un Estado a la altura de su integración económica. Tal vez llegó la hora de preguntarse, como lo hiciera Alfonso Guerra, si no es el momento de anteponerle a la ley de bronce del salario, una ley similar a las ganancias.
Como escribiera Einstein en 1934: el rasgo distintivo de la situación política del mundo, y en particular de Europa, es que el desarrollo político no ha estado a la altura de la necesidad económica, que ha cambiado su carácter en muy poco tiempo. El interés de cada país debe subordinarse a los intereses de la comunidad más amplia. La lucha por esta nueva orientación política será dura, porque tiene la tradición de siglos en su contra. Pero el futuro de Europa depende de que esto se logre.
Tiempos interesantes, como los de la maldición china. Pero no preocuparse: en estos llanos llameantes de la periferia se vive y se muere a otra velocidad, porque la intensidad del drama global ha quedado sometida a la inmensa crueldad de la descomposición local.
Entre el no fue para tanto al pudo haber sido peor, los dos mantras cuan incongruentes como socorridos por el gobierno y las cúpulas del dinero según el humor con que amanecen, hemos llegado a una gran conclusión dialéctica: ahí la llevamos y más vale no moverle.
Se exportará lo que se pueda y seguiremos globales aunque sea de a poquito, y habrá ocupación para el que se deje. De lo demás, como la integración industrial mínima sin la cual el mercado interno es inconcebible, o el empleo normalizado y protegido indispensable para empezar a reconstruir la cohesión social, o la educación y capacitación de una juventud convertida en cargo insoluto, una vez echado por la borda el bono demográfico, mejor no hacer caso.
Al final de la ronda, sin embargo, habremos de volver al mundo y preguntarnos con él si es factible conservar la democracia que sea en un panorama global tan desolado. No más allá de 2012.
Con el ingenio innovador de Wall Street y la City de Londres, entusiastamente imitado por otros circuitos financieros, la Torre de Babel de la especulación global se tornó castillo de naipes y el mundo de ayer, que hubiera dicho Stephan Zweig, estuvo a punto de desplomarse tan grande y arrogante como era. No lo hizo porque el Estado violó sus dogmas y rompió sin recato reglas que parecían mandamientos irrebatibles.
Lo que vivimos hoy, sin embargo, no es la simple continuación de la implosión del reino de la Alta Finanza. Ésta no sólo se apropió con bonos suculentos una buena parte del rescate, sino que está empeñada en una fiera prueba de fuerza con los gobiernos del planeta, en especial el del presidente Obama, que pugnan por introducir en esta formidable maraña de verbos, ideas, ocurrencias, y las fantasías más inverosímiles, un mínimo de racionalidad sistémica. Así, tras haber impedido la catástrofe con un extraordinario esfuerzo fiscal y un déficit mayúsculo, los gobiernos encaran el desafío de los mercados que acorralan al euro, ponen de rodillas a Grecia y España, y llevan a la Unión Europea en su conjunto a preguntarse por su viabilidad.
La jerga de acompañamiento de esta segunda oleada de la crisis no se distingue por su originalidad, como tampoco lo hace el coro de cacatúas de kafkahuamilpa: hay que revisar a fondo el modelo social europeo y acabar con la holgazanería y el desperdicio auspiciados por los sistemas de bienestar; hay que calmar los mercados, poner en orden la casa y someter este nuevo desborde de las democracias, cuyas miopes masas no parecen dispuestas a ceder lo conservado en seguridad, protección social y algo de tranquilidad frente el futuro incierto. Hay, en fin, dice el verbo encarnado de la restauración neoliberal, que hacer lo impensable para recuperar una disciplina fiscal y monetaria que, en realidad, nunca existió, salvo en las calenturas de los teóricos del mercado libre y las superganancias de los especuladores, pero cuya ruptura fue la única vía al alcance del gobierno más fundamentalista, el de Bush, por ejemplo, para evitar que la caída libre del sistema se convirtiera en un viaje al centro de la Tierra.
Europa, pero con ella el resto del mundo, enfrenta el desafío de una globalización cuya continuidad implica afectar sus equilibrios sociales y admitir que no puede haber unas políticas nacionales destinadas a usar con audacia el gasto público y a reformar unos sistemas monetarios horadados a la vez que llenos de cargas de profundidad siempre dispuestas a estallar. Que este desafío irrumpa en la Unión Europea da cuenta de la gravedad de la nueva situación: ha sido ahí, en ese espacio civilizatorio formidable, donde antaño ocurrieran las guerras más destructivas, donde más lejos se ha llegado en la ambición de combinar con eficacia algo de equidad social, democracia y globalización económica.
El que la política se haya mantenido detrás de la globalización económica europea explica en gran parte el quebranto actual, pero al admitirlo en los hechos (con el tan retardado rescate de Grecia) se ha abierto una mirilla de esperanza. Está por verse, en Grecia o España, Portugal o Irlanda, qué tanto está dispuesta la Unión a asumir su asignatura pendiente y encarar la magna tarea política de construir un Estado a la altura de su integración económica. Tal vez llegó la hora de preguntarse, como lo hiciera Alfonso Guerra, si no es el momento de anteponerle a la ley de bronce del salario, una ley similar a las ganancias.
Como escribiera Einstein en 1934: el rasgo distintivo de la situación política del mundo, y en particular de Europa, es que el desarrollo político no ha estado a la altura de la necesidad económica, que ha cambiado su carácter en muy poco tiempo. El interés de cada país debe subordinarse a los intereses de la comunidad más amplia. La lucha por esta nueva orientación política será dura, porque tiene la tradición de siglos en su contra. Pero el futuro de Europa depende de que esto se logre.
Tiempos interesantes, como los de la maldición china. Pero no preocuparse: en estos llanos llameantes de la periferia se vive y se muere a otra velocidad, porque la intensidad del drama global ha quedado sometida a la inmensa crueldad de la descomposición local.
Entre el no fue para tanto al pudo haber sido peor, los dos mantras cuan incongruentes como socorridos por el gobierno y las cúpulas del dinero según el humor con que amanecen, hemos llegado a una gran conclusión dialéctica: ahí la llevamos y más vale no moverle.
Se exportará lo que se pueda y seguiremos globales aunque sea de a poquito, y habrá ocupación para el que se deje. De lo demás, como la integración industrial mínima sin la cual el mercado interno es inconcebible, o el empleo normalizado y protegido indispensable para empezar a reconstruir la cohesión social, o la educación y capacitación de una juventud convertida en cargo insoluto, una vez echado por la borda el bono demográfico, mejor no hacer caso.
Al final de la ronda, sin embargo, habremos de volver al mundo y preguntarnos con él si es factible conservar la democracia que sea en un panorama global tan desolado. No más allá de 2012.
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