Sube el dólar y la libra y el euro se deslizan; caen las bolsas de valores y Europa recibe la cruel factura de su inconcluso proceso de unificación: la estridente crisis griega no hubiera ocurrido de esa manera de contar con el complemento obligado de la moneda única, que es un Estado (supra) nacional capaz de asumir los desequilibrios fiscales de sus miembros. Con su moneda casi única, la Unión Europea carece de finanzas públicas correspondientes aunque los países asociados al magno proyecto sí deban someterse a los dictados de un banco central que manda y ordena sin reparar sobre los costos y convulsiones que sus mandatos puedan implicar para las regiones.
Siguen en turno Irlanda o Portugal, pero no hay que descontar a España, donde la discolería proverbial de la derecha se torna defensa del fascismo y bellaquería disolvente de un orden originado en sus propias y abusivas exigencias. En alguna cuneta debe haber quedado el “espíritu” de La Moncloa, con sus mitos e ilusiones.
Quizás, sin embargo, estemos a las puertas de decisiones mayores que a su vez le impongan otro ritmo a las deliberaciones de las potencias e invitados en el G-20, que por ahora asisten a la veleidades del ciclo económico como si vivieran una pausa gracias a la tragedia griega y los difíciles trances que Obama y los suyos viven ahora en el flanco de la reforma financiera y de Wall Street, un volcán descontrolado y en plena actividad depredadora.
Decir que la crisis no ha terminado, a pesar de los nuevos brotes verdes de la reanimación productiva, es homenaje elemental al eufemismo, pero no sobra proponerlo en vista de los despropósitos retóricos en que se ha empeñado el gobierno mexicano en su campaña de autoafirmación permanente.
Reconstruir un orden financiero global y darle a la recuperación visos de empresa renovadora y no restauradora, debería ser la divisa de naciones y potencias emergentes, para quienes el horizonte más promisorio se ha plagado de obstáculos visibles y por descubrir.
Los Objetivos del Milenio no se alcanzarán en tiempo y forma, en tanto que el gran ajuste subversivo y civilizatorio de la migración masiva mantiene su ritmo contra viento y marea recesiva, induciendo sin pausa las reacciones irracionales y racistas que hoy por hoy han encontrado su provisional nicho en Arizona. El reclamo de Tucson contra la anticonstitucionalidad de la ley antimigrante abre por su parte un interesante escenario de emulsiones y reacciones que podrían multiplicarse hasta plantearle al gobierno de aquel estado la conveniencia de enmendar una conducta que de cualquier forma será difícil volver política “normal”.
Mal tiempo éste para jugar con las cifras y convertir las leyes y las políticas laborales en arietes de un reformismo sin sentido, que quiere legitimarse imponiendo mayores dosis de desprotección a la que de por sí sufre el trabajo en México.
En vez de plantearse preguntas relevantes sobre la conveniencia de buscar en el salario justo y el empleo digno los factores clave de la productividad general de la economía, así como las palancas de una cohesión social que no sólo se trata de recuperar sino de reconstruir bajo nuevos y audaces términos, el gobierno se convence y busca hacerlo con el resto de la sociedad de que la ruta para una mayor ocupación es la del despido barato y, de paso, apretarle las clavijas a lo poco que queda de sindicalismo auténtico en el país.
Así como para encarar la recesión se optó por el ajuste recesivo, ahora parece quererse conjurar la crisis social en curso no sólo con más fuerza y sable sino con gasolina a la hoguera del desamparo que aqueja a la inmensa mayoría de quienes trabajan o pretenden hacerlo ya, porque el pan de los demás, de las familias o los amigos, se acabó y no da para más. En esta tierra de nadie de juego y fuego, el gobierno parece haber decidido jugar sus restos. ¿Quién habrá de ser, al final de cuentas, el peligro para México?
Siguen en turno Irlanda o Portugal, pero no hay que descontar a España, donde la discolería proverbial de la derecha se torna defensa del fascismo y bellaquería disolvente de un orden originado en sus propias y abusivas exigencias. En alguna cuneta debe haber quedado el “espíritu” de La Moncloa, con sus mitos e ilusiones.
Quizás, sin embargo, estemos a las puertas de decisiones mayores que a su vez le impongan otro ritmo a las deliberaciones de las potencias e invitados en el G-20, que por ahora asisten a la veleidades del ciclo económico como si vivieran una pausa gracias a la tragedia griega y los difíciles trances que Obama y los suyos viven ahora en el flanco de la reforma financiera y de Wall Street, un volcán descontrolado y en plena actividad depredadora.
Decir que la crisis no ha terminado, a pesar de los nuevos brotes verdes de la reanimación productiva, es homenaje elemental al eufemismo, pero no sobra proponerlo en vista de los despropósitos retóricos en que se ha empeñado el gobierno mexicano en su campaña de autoafirmación permanente.
Reconstruir un orden financiero global y darle a la recuperación visos de empresa renovadora y no restauradora, debería ser la divisa de naciones y potencias emergentes, para quienes el horizonte más promisorio se ha plagado de obstáculos visibles y por descubrir.
Los Objetivos del Milenio no se alcanzarán en tiempo y forma, en tanto que el gran ajuste subversivo y civilizatorio de la migración masiva mantiene su ritmo contra viento y marea recesiva, induciendo sin pausa las reacciones irracionales y racistas que hoy por hoy han encontrado su provisional nicho en Arizona. El reclamo de Tucson contra la anticonstitucionalidad de la ley antimigrante abre por su parte un interesante escenario de emulsiones y reacciones que podrían multiplicarse hasta plantearle al gobierno de aquel estado la conveniencia de enmendar una conducta que de cualquier forma será difícil volver política “normal”.
Mal tiempo éste para jugar con las cifras y convertir las leyes y las políticas laborales en arietes de un reformismo sin sentido, que quiere legitimarse imponiendo mayores dosis de desprotección a la que de por sí sufre el trabajo en México.
En vez de plantearse preguntas relevantes sobre la conveniencia de buscar en el salario justo y el empleo digno los factores clave de la productividad general de la economía, así como las palancas de una cohesión social que no sólo se trata de recuperar sino de reconstruir bajo nuevos y audaces términos, el gobierno se convence y busca hacerlo con el resto de la sociedad de que la ruta para una mayor ocupación es la del despido barato y, de paso, apretarle las clavijas a lo poco que queda de sindicalismo auténtico en el país.
Así como para encarar la recesión se optó por el ajuste recesivo, ahora parece quererse conjurar la crisis social en curso no sólo con más fuerza y sable sino con gasolina a la hoguera del desamparo que aqueja a la inmensa mayoría de quienes trabajan o pretenden hacerlo ya, porque el pan de los demás, de las familias o los amigos, se acabó y no da para más. En esta tierra de nadie de juego y fuego, el gobierno parece haber decidido jugar sus restos. ¿Quién habrá de ser, al final de cuentas, el peligro para México?
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