A propósito de la afrentosa ley SB1070 del estado de Arizona, el Congreso hizo un exhorto al Ejecutivo a que “haga uso de todos los espacios de diálogo diplomático y de los instrumentos y mecanismos que sean necesarios para defender los derechos e integridad de los mexicanos”. El texto no refleja la indignación de los compatriotas que representamos pero va en la dirección acertada. Arizona no es una ínsula Barataria ni un territorio exento de la aplicación del derecho de gentes. Es parte integrante de la Unión Americana. Diversos tratados de derechos humanos especifican que los estados nacionales de carácter federal son responsables de las violaciones que cometen las entidades que los componen y están obligados a proveer el acatamiento de los compromisos internacionales contraídos. ¿Qué ocurriría si un estado o provincia de la región, o muchos de ellos, transgredieran abiertamente el Tratado de Libre Comercio de América del Norte? Para evitar semejante caos —que disolvería en la práctica el instrumento— intervendrían según las disposiciones aplicables los gobiernos federales y en su caso los poderes judiciales. Restaurarían el orden perdido. En algún contencioso sobre la pena de muerte a uno de nuestros compatriotas el gobernador de Texas declaró que esa entidad no había suscrito ningún tratado internacional y se negó a rehacer el procedimiento. El presidente de Estados Unidos tuvo que enviar una misiva al mandatario local en cumplimiento de la resolución de la Corte Internacional de Justicia y la ejecución fue suspendida. Las soluciones dependen de la energía e imaginación con que actúen el gobierno y la sociedad mexicana. En las relaciones exteriores como en las internas se miden y ponderan las acciones de la contraparte. Son numerosas las medidas que podríamos tomar, de modo concatenado y en estrecha alianza con los mexicanos del exterior, para poner un coto a la humillación y la impunidad. Desde luego un tono diplomático más enfático y convincente hacia Estados Unidos y la comunidad de naciones, mediante el agotamiento de procedimientos bilaterales y la búsqueda de opciones multilaterales. Por ejemplo: la Corte Interamericana de Derechos Humanos, los comités de Naciones Unidas con jurisdicción en la materia, la Asamblea General de la Organización y la propia Corte Internacional de La Haya. La criminalización de los migrantes va a contrapelo de los avances mundiales en este campo. Abre la vía para que las autoridades locales asuman, al margen de toda responsabilidad, competencias migratorias que por definición son nacionales. Desata un “nativismo histérico” contrario a la globalización y promueve el delito de xenofobia por la persecución fundada en identificación étnica. Debiéramos sumarnos por entero a la lucha de nuestros compatriotas por su dignidad. Hemos propuesto que desde la Constitución quede estipulado que la nación mexicana trasciende sus fronteras territoriales, así como la obligación de proteger a los mexicanos en el extranjero. Tendríamos que consagrar cuanto antes el derecho universal a votar en elecciones nacionales para nuestros compatriotas del exterior y a ser votados en el marco de una sexta circunscripción. Es urgente escapar de la trampa que nos tendió un tratado asimétrico e hipócrita de integración: libertad para la circulación de bienes, servicios y transacciones financieras, pero limitaciones aberrantes y maltratos para los migrantes. El TLC ha propiciado, en sólo 16 años, la salida de 11 millones de mexicanos, tantos como los que habían migrado durante nuestra historia, incluyendo los que quedaron del otro lado después de los Tratados de Guadalupe Hidalgo en 1847. La relación bilateral y la estrategia regional han de ser replanteadas a la luz de los resultados lamentables alcanzados en el declive del crecimiento económico, la hemorragia laboral, la desigualdad y el drama de la inseguridad. Debe afirmarse también de modo inequívoco, como lo estipulan tratados internacionales, que migrar es un derecho humano inalienable y actuar en consecuencia con determinación.
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