Seguramente quien lee este artículo recuerda —porque así lo aprendimos en la primaria— que la letra del Himno Nacional sólo se pudo escribir, cuando la novia de Francisco González Bocanegra lo encerró en una habitación de su casa sin dejarlo salir, hasta que terminó la última estrofa.
Este encierro forzado dio como resultado que el poeta pudiera inspirarse y finalmente crear el Himno que hemos cantado los mexicanos desde 1854. La heroína de esta historia es Guadalupe González del Pino y Villalpando, que tuvo la gran intuición pero, sobre todo, el arrojo de encerrar a su novio y tenerle confianza que podía ganar el concurso que había sido convocado por el gobierno de Antonio López de Santa Anna para la composición del Himno Nacional.
Esta anécdota histórica ilustra muy bien cómo una medida drástica, bien encauzada, puede dar resultados, lo que por otros medios normales, es casi imposible de alcanzar. Esto es precisamente lo que requerimos como clase política y particularmente como Congreso para conseguir los cambios pendientes desde hace décadas.
Para buscar que el Congreso apruebe las reformas necesarias se ha intentado casi todo: se ha esperado a que concluya la época de elecciones para evitar que los partidos estén en competencia política; se le ha exigido al Ejecutivo y éste ha presentado sus propuestas de reformas —aunque la gran mayoría han sido frenadas o en el mejor de los casos, deslavadas—; se ha pavimentado el camino para que la oposición pueda colgarse las medallas políticas y sea la que presente y saque adelante las iniciativas; se ha buscado el apoyo de los gobernadores, para que convenzan a diputados y senadores de trabajar en los cambios; los ciudadanos se han organizado y han votado en blanco en contra de lo que hacen los políticos, sobre todo de su inacción a los cambios; se han dirigido desplegados a “la generación del No” por parte de la comentocracia; se ha criticado al Congreso, una y otra vez, por parte de las cúpulas empresariales; inclusive, los organismos internacionales han pedido también cambios y no solamente los económicos sino también en materia de derechos humanos; igualmente, las fuerzas armadas han solicitado modificaciones a su situación jurídica de acuerdo con las nuevas labores que están desempeñando.
Por su parte, los medios han evidenciado una y otra vez los desencuentros en el Congreso y entre los partidos y difunden las encuestas, en donde los legisladores están en los últimos lugares del aprecio ciudadano. Al extremo, muy a la mexicana, se han dejado las negociaciones hasta el último momento para que el tiempo presione los acuerdos y ni así han salido las cosas. Repito, se ha intentado de todo, menos la obtención de resultados satisfactorios.
Por más que escuchamos arengas a los políticos para que levanten las miras, para que tengan visión de Estado y velen por los intereses de la nación antes que los suyos, tampoco han tenido eco. Ni mucho menos el discurso voluntarista, con el que se argumenta que lo único que hace falta es voluntad política. O peor, quienes envueltos en un intelectualismo ramplón, pontifican —a propósito de la reforma política— que lo único que hace falta para lograr esas reformas es una mayoría, aunque ésta resulte artificial y artificiosa.
A propósito de esas mayorías mágicas, habrá que desenmascarar el engaño: si por mayorías fuera, el PRI tiene prácticamente la mayoría en la Cámara de Diputados y, sin embargo, esa mayoría es la que ha frenado, ni más ni menos, la reforma de derechos humanos y la de la Ley de Seguridad Nacional, votadas prácticamente por unanimidad en el Senado (cámara, que por cierto, no canta mal las rancheras, puesto que a su vez frenó la Ley de Competencia aprobada por los diputados). Ahora, con este ejemplo, que ilustra pero no edifica, preguntémonos si una mayoría por sí sola, nos sacaría del problema en el que nos encontramos y más si es artificial y artificiosamente creada —sea con una cláusula de gobernabilidad o quitando las limitaciones de la sobre y la subrepresentación para integrar las cámaras del Congreso.
Todo tipo de justificaciones se han dado. Yo mismo he esgrimido muchas de ellas. Sin embargo, creo que es hora de dejarnos de excusas, porque éstas solamente le dan vuelta a las cosas y es claro que no convencen a nadie, ni siquiera ya a los que estamos en el Congreso. Simplemente preguntémonos: ¿Cómo explicar que durante los próximos cuatro meses el Congreso va a estar prácticamente parado, sin actividad legislativa relevante, en medio de una serie de necesidades que al país le urge sacar adelante?
Ya estoy escuchando las respuestas: que si estamos en un periodo de receso, que si las elecciones locales en 14 estados concluyen hasta julio; que se requiere más tiempo para pensar detenidamente las reformas que están en cada una de las cámaras. Qué se yo, habrá tantas excusas como la imaginación lo permita. Salgámonos ya de este juego.
La verdad es que necesitamos a una especie de doña Guadalupe González Pino y Villalpando, para que fuerce o mejor dicho extreme las cosas, y el Congreso entre a una sesión permanente y que sin límite de tiempo, e independientemente de las circunstancias, siga trabajado en cada una de las reformas y no concluya sus tareas hasta que cada una de ellas salga adelante.
Dice el poeta, no González Bocanegra sino Machado. El camino se hace al andar. Empecemos por lo mínimo: andar, es decir, a que el Congreso esté en activo, evitando su actual receso.
Este encierro forzado dio como resultado que el poeta pudiera inspirarse y finalmente crear el Himno que hemos cantado los mexicanos desde 1854. La heroína de esta historia es Guadalupe González del Pino y Villalpando, que tuvo la gran intuición pero, sobre todo, el arrojo de encerrar a su novio y tenerle confianza que podía ganar el concurso que había sido convocado por el gobierno de Antonio López de Santa Anna para la composición del Himno Nacional.
Esta anécdota histórica ilustra muy bien cómo una medida drástica, bien encauzada, puede dar resultados, lo que por otros medios normales, es casi imposible de alcanzar. Esto es precisamente lo que requerimos como clase política y particularmente como Congreso para conseguir los cambios pendientes desde hace décadas.
Para buscar que el Congreso apruebe las reformas necesarias se ha intentado casi todo: se ha esperado a que concluya la época de elecciones para evitar que los partidos estén en competencia política; se le ha exigido al Ejecutivo y éste ha presentado sus propuestas de reformas —aunque la gran mayoría han sido frenadas o en el mejor de los casos, deslavadas—; se ha pavimentado el camino para que la oposición pueda colgarse las medallas políticas y sea la que presente y saque adelante las iniciativas; se ha buscado el apoyo de los gobernadores, para que convenzan a diputados y senadores de trabajar en los cambios; los ciudadanos se han organizado y han votado en blanco en contra de lo que hacen los políticos, sobre todo de su inacción a los cambios; se han dirigido desplegados a “la generación del No” por parte de la comentocracia; se ha criticado al Congreso, una y otra vez, por parte de las cúpulas empresariales; inclusive, los organismos internacionales han pedido también cambios y no solamente los económicos sino también en materia de derechos humanos; igualmente, las fuerzas armadas han solicitado modificaciones a su situación jurídica de acuerdo con las nuevas labores que están desempeñando.
Por su parte, los medios han evidenciado una y otra vez los desencuentros en el Congreso y entre los partidos y difunden las encuestas, en donde los legisladores están en los últimos lugares del aprecio ciudadano. Al extremo, muy a la mexicana, se han dejado las negociaciones hasta el último momento para que el tiempo presione los acuerdos y ni así han salido las cosas. Repito, se ha intentado de todo, menos la obtención de resultados satisfactorios.
Por más que escuchamos arengas a los políticos para que levanten las miras, para que tengan visión de Estado y velen por los intereses de la nación antes que los suyos, tampoco han tenido eco. Ni mucho menos el discurso voluntarista, con el que se argumenta que lo único que hace falta es voluntad política. O peor, quienes envueltos en un intelectualismo ramplón, pontifican —a propósito de la reforma política— que lo único que hace falta para lograr esas reformas es una mayoría, aunque ésta resulte artificial y artificiosa.
A propósito de esas mayorías mágicas, habrá que desenmascarar el engaño: si por mayorías fuera, el PRI tiene prácticamente la mayoría en la Cámara de Diputados y, sin embargo, esa mayoría es la que ha frenado, ni más ni menos, la reforma de derechos humanos y la de la Ley de Seguridad Nacional, votadas prácticamente por unanimidad en el Senado (cámara, que por cierto, no canta mal las rancheras, puesto que a su vez frenó la Ley de Competencia aprobada por los diputados). Ahora, con este ejemplo, que ilustra pero no edifica, preguntémonos si una mayoría por sí sola, nos sacaría del problema en el que nos encontramos y más si es artificial y artificiosamente creada —sea con una cláusula de gobernabilidad o quitando las limitaciones de la sobre y la subrepresentación para integrar las cámaras del Congreso.
Todo tipo de justificaciones se han dado. Yo mismo he esgrimido muchas de ellas. Sin embargo, creo que es hora de dejarnos de excusas, porque éstas solamente le dan vuelta a las cosas y es claro que no convencen a nadie, ni siquiera ya a los que estamos en el Congreso. Simplemente preguntémonos: ¿Cómo explicar que durante los próximos cuatro meses el Congreso va a estar prácticamente parado, sin actividad legislativa relevante, en medio de una serie de necesidades que al país le urge sacar adelante?
Ya estoy escuchando las respuestas: que si estamos en un periodo de receso, que si las elecciones locales en 14 estados concluyen hasta julio; que se requiere más tiempo para pensar detenidamente las reformas que están en cada una de las cámaras. Qué se yo, habrá tantas excusas como la imaginación lo permita. Salgámonos ya de este juego.
La verdad es que necesitamos a una especie de doña Guadalupe González Pino y Villalpando, para que fuerce o mejor dicho extreme las cosas, y el Congreso entre a una sesión permanente y que sin límite de tiempo, e independientemente de las circunstancias, siga trabajado en cada una de las reformas y no concluya sus tareas hasta que cada una de ellas salga adelante.
Dice el poeta, no González Bocanegra sino Machado. El camino se hace al andar. Empecemos por lo mínimo: andar, es decir, a que el Congreso esté en activo, evitando su actual receso.
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