martes, 16 de junio de 2009

LA DANZA DE LAS SOTANAS

PEDRO SALAZAR UGARTE

En los días previos al inicio de la emergencia de salud que nos tuvo atrapados en una amalgama de temor y desconcierto, la Iglesia católica había desplegado uno de los embates más intensos de los últimos años en contra de un pilar fundamental de la democracia mexicana: la laicidad estatal. La jerarquía de esa Iglesia —que, nos guste o no, tiene fuerte influencia en la vida de muchos ciudadanos de este país— decidió arrojarse a la arena pública para incidir abiertamente en la agenda política del México contemporáneo. Nada nuevo pero no por ello insignificante.
Por una parte, esa Iglesia impulsó con éxito una serie de reformas constitucionales en diferentes entidades federativas —Jalisco, Durango, Campeche, Quintana Roo, Baja California, Sonora, Guerrero, Morelos, Puebla— para “garantizar la vida desde el momento de la concepción” (en algunos casos, incluso, “hasta la muerte natural”). Y, en paralelo, ha desplegado una campaña de posicionamiento político para incidir en el proceso electoral del año en curso. En el fondo se agazapa una agenda reaccionaria bien articulada y peligrosa: el desmantelamiento de la educación laica; la restricción de libertades en aras de una concepción unipolar de la vida; la reivindicación de una supuesta “libertad religiosa” que pretende otorgar a las organizaciones lo que es un derecho de las personas; en fin, la imposición de un solo modelo de vida, de familia, de sociedad.
La Iglesia —alguno podría observar— está haciendo lo que sabe hacer con la misma tenacidad que lo ha hecho siempre: intentar modelar la vida social a la estrecha concepción de sus dogmas. Acción estratégica que históricamente le ha granjeado mucho poder y, con ello y de paso, le ha permitido acallar escándalos y enterrar delitos cometidos por alfiles y generales de su jerárquica organización.
¿Para qué, entonces, escribir estas líneas potencialmente estériles? Una prudencia calculada —que podría rayar en complicidad— aconsejaría callar ante lo evidente y apechugar ante la desfachatez impune. Total, el 130 no es el único artículo constitucional descaradamente violado. Dado que las sotanas andan sueltas —pensarán desde el realismo oportunista algunas voces—, ¿para qué insistir en estos temas? Después de todo —remataría el pragmático imaginario—, la Iglesia y su jerarquía nunca han quitado, ni quitarán, el dedo de su agenda.
Tal vez eso sea cierto. Pero también lo es que la laicidad de la vida pública mexicana ha sido una victoria ilustrada que, entre otras cosas, permitió nuestra lenta transición hacia la democracia. La derrota del dogma y la victoria de la tolerancia sobre la imposición de un credo son bienes valiosos que deben defenderse. Sin ellos las libertades se estrechan, la diversidad se asfixia y la pluralidad se evapora. Por eso —dejando de lado la milenaria cruzada de los curas—, nuestro reclamo debe ir dirigido al oportunismo blandengue de nuestra clase política. Todas las reformas constitucionales que he mencionado han sido aprobadas por los diputados locales del Partido Revolucionario Institucional.
Ese asalto a la congruencia histórica ha sido asestado de la mano de un Partido Acción Nacional cada vez más colonizado por un conservadurismo recalcitrante. Y, para colmo, el líder del Partido de la Revolución Democrática aprovechó la pasarela a la que acudieron —sin excepción— todos los partidos políticos nacionales ante la Conferencia del Episcopado Mexicano para hacer pública su postura contra el aborto.
Si lo que pretendía el líder del partido más representativo de la presunta izquierda mexicana era comunicarnos que defender la libertad de las mujeres no supone fomentar abortos, lo hizo mal y en el peor contexto. Y, por si no bastara, como testigo de honor a este evento acudió el presidente del Instituto Federal Electoral. ¿Qué pensaría Juárez?
Nadie niega que las personas tengan el fundamental derecho a tener un credo religioso (o a no tener ninguno). Precisamente por eso debemos negar a una Iglesia —a todas— la potestad de moldear las decisiones colectivas a partir de sus dogmas y principios. Lo que nuestra clase política debe garantizarnos, en los hechos, es que el pecado y el delito no volverán a confundirse.

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